No había pasado un día desde nuestro último encuentro sin que mi mente regresara al instante en que Isolde me besó. Ese primer contacto de sus labios con los míos se había convertido en una obsesión. No solo por el placer físico, sino por lo que significaba, había cruzado una línea, me había dado algo que antes me negaba.
Esa noche, al llegar al club, sentí que todo mi cuerpo estaba en un estado de alerta expectante. El portero apenas me miró, como si ya supiera a dónde me dirigía. Caminé por el pasillo con el mismo nerviosismo de quien entra en territorio enemigo… y al mismo tiempo, en casa.
Isolde me esperaba en una habitación distinta, era más amplia, las paredes tapizadas en terciopelo oscuro absorbían la luz, y del techo colgaban argollas metálicas. Había una mesa lateral con cuerdas perfectamente enrolladas, una fusta corta y dos velas encendidas. El aire estaba impregnado de su perfume, y de algo más, promesa y amenaza.
—Cierra la puerta —dijo sin mirarme.
Obedecí, ella, de pie