El club vibraba con una energía oscura esa noche. Las luces rojas y doradas caían como un velo sobre los cuerpos que se movían, jadeaban y se rendían a los deseos más profundos. Las risas veladas, los gemidos contenidos y el roce de cuero y seda formaban una sinfonía que pocos podían escuchar sin perderse en ella.
En una esquina, lejos de la pista central, un hombre permanecía de pie, inmóvil, invisible para todos menos para aquellos con instinto de depredador. Octavio Santillana o como prefería que lo llamaran en la intimidad, Alfa había aprendido a moverse así, sin ruido, sin dejar huella, oculto en las sombras hasta que la presa olvidaba que podía estar en peligro.
No había llegado como invitado, no necesitaba hacerlo. El dinero y la arrogancia eran sus credenciales, se había infiltrado con la facilidad de un hombre que entendía el lenguaje de la exclusividad y el secreto. Una conversación con el portero, un sobre pesado en efectivo, una sonrisa fría y la promesa de que nadie sabrí