La mansión Santillana no había cambiado, seguía siendo ese monstruo de mármol y secretos, tan imponente como opresiva. Cada columna, cada alfombra persa, cada obra de arte colgada en sus muros era una declaración de poder. Y de hipocresía.
David subió los escalones con paso firme, los guardias en la entrada no intentaron detenerlo. Lo conocían, lo recordaban, pero ya no era el hijo obediente, no esta vez.
Llevaba traje oscuro, corbata suelta, y en los ojos, una tormenta contenida, entró sin anunciarse, cruzando el vestíbulo con seguridad. La casa estaba en silencio, como si ya presintiera lo que se avecinaba.
—¿Dónde está? —preguntó a una de las empleadas.
—En el estudio, señor David.--- respondió la empleada
El joven caminó directo, no golpeó, no esperó permiso, abrió la puerta del estudio de golpe, como quien lanza una sentencia. Allí estaba Octavio, su padre, de pie frente a una estantería, revisando unos documentos. Vestía como siempre, impecable, elegante, arrogante. Se gir