La sala del tribunal estaba colmada, abogados, fiscales, periodistas, activistas. Todos ocupaban su lugar en una expectación densa, como si el aire mismo contuviera la respiración del país.
El caso contra Octavio Santillana había llegado a juicio.
Uno de los hombres más poderosos del círculo político-empresarial estaba por enfrentar a la justicia por crímenes que, durante años, parecían enterrados bajo lujo, influencias y miedo.
Pero no más.
David estaba sentado en la primera fila, con un traje gris claro y el rostro sereno, aunque sus manos entrelazadas delataban la tensión interna.
A su lado, Elena, radiante, elegante, con un vestido rojo oscuro que marcaba su silueta. Su cabello suelto, su postura erguida. Había vuelto a caminar en público sin esconderse, sin temor y no por venganza, sino por dignidad.
Frente a ellos, Octavio.
Más envejecido, más débil.
El hombre que una vez fue símbolo de poder, ahora estaba reducido a una figura gris, defendido por un ejército de abogados que par