Capítulo 2

Me vestí sin ruido y me até el cabello. Revisé la mochila una vez, dos, tres. Cuaderno, estuche, botella, auriculares, billetera. El horario que mamá había impreso. El carnet, por si me lo pedían. Tragué saliva. Abrí la puerta del cuarto y bajé.

La casa estaba en silencio, ese silencio de la mañana que sólo tiene sonidos pequeños: el motor de la nevera, el agua en la tubería, el roce de una taza contra la encimera. Mamá estaba en la cocina. Tenía el cabello recogido y la mirada puesta en el teléfono. Ben estaba en la mesa, ya vestido, con su mochila de la universidad en la silla de al lado y el portátil cerrado. Levantó la cara cuando me oyó llegar.

—Buenos días —dije, quedándome de pie al borde de la mesa. La voz me salió áspera.

—¿Dormiste algo? —preguntó mamá en seguida, sin disfrazar la preocupación. Me sostuvo la mirada como si necesitara una respuesta clara, no una excusa.

—Casi nada —admití, apoyando la mochila en el respaldo de la silla.

Ben se inclinó hacia delante y con un dedo empujó hacia mí una botella de agua.

—Toma —dijo, serio—. Bebe un poco antes de salir.

—Gracias —respondí, destapándola. Bebí dos tragos. Fría. El estómago reclamó comida, pero era un reclamo tonto; la comida no me iba a entrar.

Mamá señaló una bandeja con pan cortado y queso.

—Come algo —pidió, con ese tono que no era una orden pero no dejaba espacio.

—No tengo hambre —contesté, sacudiendo la cabeza.

—Un bocado —insistió, acercándome un plato—. No quiero que te desmayes.

Corté un pedazo pequeño y lo llevé a la boca. Masticar fue trabajo difícil, pero lo hice. No quería discutir por eso. Ben me observaba como si evaluara si iba a seguir o a parar.

—¿Quieres que te lleve? —preguntó él después, apoyando los antebrazos en la mesa—. Te dejo en la escuela y me voy a la uni. Llego bien a clase.

—Voy caminando —dije, sin dudas.

—No te lo propongo por comodidad —aclaró, levantando una mano, como si frenara una objeción—. La entrada podría ser difícil.

—Entro y ya —solté, metiendo el teléfono en el bolsillo interior de la chaqueta. No quería girar sobre ese tema. Me tensaba.

Mamá dejó el móvil en la encimera y se acercó con una taza de café.

—Hoy quiero que te cuides en lo básico —dijo, colocándose a mi altura—. Entra, cumple, sal. Si en algún momento necesitas salir de un aula, sales. Si necesitas llamar, llamas. Te escucho.

—Voy a entrar, voy a quedarme y voy a salir —respondí, clara. Lo dije así para que entendieran que no iba a escapar a la mitad. Me miró con un punto de alivio, uno solo.

—No te saltes clases —añadió enseguida, corrigiéndose a sí misma—. Quise decir que si te sientes mal, avisas. Iré por ti de inmediato.

—Voy a estar bien —contesté, y me escuché automática.

Ben estiró la mano sin tocarme y señaló el respaldo de mi silla.

—Revisa el bolsillo pequeño de la mochila —dijo—. Te dejé dinero por si prefieres no entrar a la cafetería.

Abrí el cierre y miré. Billetes doblados. Asentí.

—Esta bien. Gracias —dije, guardándolos sin contarlos

Mamá volvió a su lado de la cocina y habló sin moverse mucho, como si no quisiera abrumarme más de lo que ya lo estaba haciendo.

—Hoy no voy a llamarte cada hora —anunció—. No quiero agobiarte. Pero si me escribes, te respondo al momento. Aunque sea un punto, te respondo. Quiero estar cerca sin invadir.

Asentí cansada.

—¿Vas a ver a Adam después? —preguntó de pronto, intentando no fruncir el ceño.

Me enderecé y la miré. La pregunta había que responderla. No esquivarla.

—No —mentí, corta—. No hoy.

Ben soltó aire por la nariz, casi un resoplido.

—Si aparece, no te vas con él —añadió, clavándome la mirada.

—No me voy con él —afirmé.

Mamá volvió al café, lo tomó de a sorbos pequeños y después se apoyó contra la mesada.

—Tu carnet del instituto está en el cajón del pasillo —señaló—. Llévalo. No me quiero pelear con el guardia por eso.

—Lo tengo en mi mochila, no te preocupes —repliqué, sintiendo náuseas.

Ben abrió su portátil, lo encendió y lo apagó enseguida. También estaba nervioso.

Mamá se acercó otra vez, más despacio. No me abrazó. No me tocó. Me miró con calma.

—Recuerda que debes ver al orientador, por favor, me sentiría más cómoda si hablas con alguien.

Escuché sin interrumpir. No me gustaba esa imagen de mí buscando a un adulto para contarle mis problemas, pero era una condición para volver que no podía esquivar.

Ben se levantó, fue a la nevera, sacó dos manzanas y me dejó una al lado del plato.

Mamá echó una mirada a la hora en el reloj del microondas.

—Tienes veinte minutos si no quieres llegar tarde —comentó.

Miré el reloj. Quería llegar antes de la marea principal.

—Salgo ahora —decidí, colgándome la mochila—. Prefiero menos gente en la entrada.

—Te acompaño hasta la puerta —dijo Ben, levantándose.

—No hace falta —respondí, caminando hacia el pasillo. Me ajusté la cremallera, hasta el pecho, no del todo.

Mamá me siguió dos pasos, deteniéndose a distancia. Su voz salió firme y corta.

—Quinn —me llamó—. Vuelve directo. Si cambias de camino, me dices. Si decides pasar por la tienda, me dices. No me hagas adivinar.

—Vuelvo directo —aseguré, girando la cabeza. La vi asentir.

Abrí la puerta. El aire de la calle me pegó en la cara. No hacía mucho frío, pero pronto lo haría.

—Nos vemos —dije sin mirar atrás.

—Nos vemos —respondieron los dos casi al mismo tiempo.

Salí.

Caminé rápido las primeras dos cuadras, hasta sentir que el cuerpo entraba en ritmo. No corrí. Evité la avenida principal y tomé por las calles internas, donde los autos pasan menos y la gente no se amontona. No quería encontrarme a ninguna madre conocida. No quería “hola, qué alegría verte”. Y que me sonrieran falsamente. No hoy.

Miré al frente. Semáforos, veredas con baldosas flojas, dos tiendas con la persiana a medio subir, un perro echado en la sombra con un ojo abierto, alguien barriendo la entrada de su casa. Todo normal. Ese “normal” me bajó un poco el pulso. El teléfono vibró en el bolsillo. No lo saqué. Podía ser Ben preguntando si había llegado. Podía ser Adam. Podía ser nadie. No quería saberlo.

Seguí. A una cuadra larga vi el final de la calle y, más allá, la avenida que cruza hacia el instituto. Me ajusté la mochila en el hombro derecho. Cambié al izquierdo de la calle. El paso se me afianzó. Levanté la vista un momento y vi el edificio desde lejos, los árboles al frente y la reja de siempre. No me quedé mirando. Bajé la vista otra vez al suelo.

La luz cambió. Crucé. Ya en la vereda del frente, a mitad de cuadra, se vio claro el portón del instituto, el guardia en su silla y el grupo de alumnos que siempre se acumula cinco minutos antes del timbre. No eran tantos todavía. Mejor.

Apreté los dientes sin querer. Aflojé la mandíbula. Me dije “respira”. Respiré. No cambió mucho.

Me acerqué a la reja. El guardia levantó la vista.

—Buen día —dijo, poniéndose de pie. La voz neutral.

—Buen día —respondí, sacando el carnet del bolsillo antes de que lo pidiera.

Lo miró un segundo y me lo devolvió.

—Gracias —dijo, apartándose para dejarme pasar.

—Gracias —repetí, guardándolo.

Puse una mano en la reja, la empujé y crucé el umbral. Un pie adentro. Luego el otro. El patio de entrada olía a limpieza reciente y a desinfectante.

El sonido cambió cuando entré al edificio. No se hizo silencio completo, pero bajó la intensidad. Lo noté porque he estado en lugares así. Voces que se cortan a la mitad, risas que se frenan, pasos que pesan distinto cuando alguien aparece. No hace falta ser paranoica para escucharlo. Alcé la vista lo mínimo para ubicar la puerta del pasillo central. Estaba abierta.

Caminé hacia ella sin saludar a nadie. Los pocos que estaban en el patio se quedaron quietos un segundo, como si tuvieran que decidir si seguir hablando o mirar. La mayoría miró. Pude sentirlo en la piel, ese foco incómodo que no ves pero está. Una chica se giró hacia su amiga y le dijo algo al oído. La amiga me escaneó de arriba abajo. Tragué saliva. Seguí.

En el marco de la puerta respiré hondo otra vez. Casi por necesidad. Los pasillos eran el lugar real. El ruido se amplificaba, el eco de las voces contra las paredes, los casilleros cerrándose, las mochilas golpeando, los pasos en grupo. Di el primer paso dentro.

Dos chicos se callaron de golpe al verme. Uno me sostuvo la mirada un segundo de más, con ese gesto de desafío barato. Bajé la vista a su hombro y pasé. Un tercero levantó el teléfono sin vergüenza y apuntó. Lo bajó cuando le sostuve la mirada un instante. No iba a pararme a pedirle que lo borrara. No hoy. No en el primer minuto.

Metí la mano en el bolsillo pequeño de la mochila y saqué los auriculares. Los desenredé rápido, sin torpeza. Me los puse. El plástico frío en las orejas me centró. Abrí el teléfono lo justo para poner una lista cualquiera. Play. Volumen medio. Lo suficiente para tapar la mitad. No quería quedar sorda al llamado de un profesor o de un atacante inesperado.

Empecé a caminar en línea recta, pegada más a la pared que al medio. No me detuve en mi casillero. No miré si había algo escrito en el metal. Eso iba a estar o no. No iba a quedarme ahí a leerlo de cerca mientras se armaba un círculo. No les iba a regalar esa escena.

Las voces subieron un tono. No necesitaba palabras exactas para entender el contenido. “Ahí viene.” “Mírala.” “No la mires.” “Qué hace aquí.” “Volvió.” “'¿Qué se cree que es?". “Otra vez ella.” Son trozos reconocibles que se repiten en cualquier sitio donde deciden que alguien merece un juicio. No me engañé con eso. Sabía lo que estaba pasando.

A la derecha, un grupo de chicas se pegó a sus casilleros para dejarme paso. No fue un gesto de cortesía; fue un movimiento para medir. Pasé sin rozarlas. Una de ellas soltó una risa corta. Otra dijo mi nombre en voz baja y le añadió la palabra "zorra" al inicio. No me detuve. Sentí el sudor en las palmas. El agarre de la correa de la mochila se volvió pegajoso. Cambié de mano.

Otro teléfono se levantó. Ese no bajó enseguida. No hice contacto visual. El teléfono bajó cuando su dueño se distrajo con otra cosa. Un timbre pequeño sonó en la pared. No era el principal, era un aviso de pasillo. Igual, la gente se movió más rápido.

Alguien me rozó la mochila por detrás, apenas. Giré medio cuerpo por reflejo. Era un chico que no me estaba mirando; iba apurado, sin atención. Volví a poner los ojos al frente.

El timbre principal sonó. La vibración del metal en las puertas se mezcló con el ruido de cientos de pies moviéndose a la vez. Las miradas no bajaron. Si acaso, subieron. El primer día siempre amplifica todo. No iba a negar lo evidente: el infierno empezaba ahí, en ese cruce, con toda esa gente mirando y susurrando como si yo fuera un aviso pegado en una pared.

Me metí el teléfono en el bolsillo interior, ajusté mejor la correa de la mochila y mantuve la cabeza en posición neutra. Ni alta ni baja. Los auriculares seguían sonando. No pensé en el siguiente paso del día. No contesté ningún mensaje. No dije nada.

Seguí caminando por el pasillo, directa, con la música tapando lo justo, mientras las miradas se clavaban y los cuchicheos se encendían a mi alrededor.

Asi empezó mi primer minuto de regreso.

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