La siguiente clase pasó sin más. Otro profesor, otro programa. Me senté atrás, escribí lo mínimo, entregué y salí en cuanto sonó el timbre. Nadie me habló directamente.
Era la hora del almuerzo. Me quedé un segundo en el pasillo, con la billetera en la mano. Podía cruzar a la tienda de la esquina y comer allá, sola. Tenía el dinero que me dejó Ben. Fácil. Respiré. No. Si me escondía hoy, debía hacerlo siempre. Guardé la billetera y caminé a la cafetería. Abrí la puerta. Ruido de bandejas, vasos, sillas. Me puse al final de la fila, intentando no bajar la mirada. Dos chicos a mi derecha me miraron sin disimulo. —Mírala —dijo uno. —Zorra —soltó el otro. Me giré para mirarlo. No recordaba haberlo visto nunca. —¿Algo más? —pregunté, plano. – ¿Ese es tu gran insulto? Bajaron la vista. Avancé un paso. Otro más. Entonces, inevitablemente los vi. Mesa larga contra la pared, la de siempre. Denny Coleman ya estaba allí con la espalda recta, pelo oscuro corto, limpio. Camiseta azul, el teléfono boca abajo al lado. Hollie Miller, mi mejor amiga desde los siete años, cabello rojizo liso hasta los hombros, raya al medio, piel clara con pecas pequeñas en la nariz, ojos grises, delineador marcado. Uñas cortas, esmaltado oscuro. Barbilla levantada, brazos cruzados. Y él. El corazón me empezó a latir a más velocidad y tuve que respirar profundamente. Mi ex novio, mi mejor amigo, Milo Brown. Alto, hombros anchos, cuello tenso, mandíbula marcada, ojos verdes que antes buscaban los míos. Pelo castaño desordenado como siempre, camiseta gris, sudadera en la silla. Mano izquierda con nudillos rojos, no sé por qué. En sus piernas, una rubia de coleta alta, top negro, labios rojos. Me miró directo, hostil, como si ya me conociera. Faltaba alguien. Alguien que ya no volvería. Jamie Brown no estaba. Me subió un pinchazo al pecho. No pude evitar imaginarlo. Jamie: gorra al revés, risa fuerte, palmada en la espalda, “no seas tonta, Quinn”. Tragué. Me mantuve en la fila. Milo me vio. La mirada le cambió de inmediato: reconocimiento, tensión, enojo, odio. Le dijo algo a la rubia al oído; ella giró la cabeza hacia mí y se rió por lo bajo. Denny alzó los ojos un segundo y los bajó, rígido. Hollie me escaneó de arriba abajo, sin pestañear, tal vez sorprendida por mi nuevo aspecto, y luego giró la cara hacia su bandeja. La fila avanzó. Pedí pasta, agua, una manzana en trozos. Agarré la bandeja y busqué mesa. Fui al fondo, penúltima fila, mesa vacía. Dejé la bandeja. Me senté de espaldas a la mayoría, mirando a la salida lateral. Teléfono a un lado, boca abajo. Me llevé un bocado de pasta a la boca. Entró. Otro. El estómago aguantó. Subí la vista. Reconocí gente: dos del equipo de básquet, una chica de teatro, un profesor de ciencias con su café. Susurros. Miradas que se iban y volvían. El aire apretado. Me sostuve al borde de la mesa con los dedos para no apretar la mandíbula. Milo se levantó unos segundos después. La rubia se apartó de sus piernas con mala cara. Denny no lo detuvo. Hollie clavó los ojos en su bandeja. Milo dejó su vaso, caminó directo hacia mí. No bajé la mirada. Se sentó enfrente sin pedir permiso. Codos a la mesa. Ojos en los míos. —¿Cómo te atreves? —dijo, en seco—. ¿Cómo vuelves y te sientas como si nada? Dejé el tenedor en el plato. —No sabía que ahora controlabas quién puede o quien no puede comer en la cafetería. —contesté mordazmente, esforzándome por que la voz no me temblara. —No vengas con eso —escupió—. Ni siquiera intentes acercarte a nosotros. —Creeme, no tengo intención de hacerlo, solo vine a almorzar. --repliqué—. Tú eres el que se acercó y está molestandome. Milo apretó los dientes. —No puedes volver y fingir normalidad —dijo—. No después de… —se frenó, tragó. El estómago se me encogió. No moví un músculo. —No me interesa lo que tu crees… —dije. —¿Lo que yo creo? —arremetió—. Todos lo vieron. Todos lo vimos. ¿No tienes dignidad? —Lo que haga o no, ya no te compete. —contesté. — Déjame en paz. Se rió sin gracia. —¿De verdad? ¿Así de fácil? ¿Vas a hacer como si no hubieras pisoteado a la gente que te quería? —No me uses para hacerte el santo —le corté—. No te va. Se inclinó hacia delante. —Pide perdón —soltó—. A Hollie, a Denny… a todos. Eso sería lo mínimo. Me dolió el pecho. Costillas tensas. Me forcé a respirar. —No voy a hacer teatro para tu público —dije—. Así que más te vale que empieces a acostumbrarte a tenerme aquí. Porque no me voy a ir. Milo me sostuvo la mirada, cargada de odio y de otra cosa que no quise reconocer. —Te largaste cuando él… —su voz se quebró un milímetro y la apretó—. Te fuiste. Y lo que hiciste después… —cerró el puño. Me tragué la bilis. —¿Te crees dura? —siguió él, se inclinó más—. Con toda esa apariencia nueva. Eres un chiste. —Termina de decir lo que viniste a decir y vete —solté—. Tengo hambre. Hizo una mueca. —Das asco —escupió, bajando la voz. Mantuve mi rostro inescrutable. No lo dejaría ver como me habían afectado sus palabras. Nos quedamos así unos segundos, respirando fuerte, midiéndonos. A mi alrededor, el ruido bajó un tono. Varias miradas encima. Denny nos miraba de lado; cuando notó que lo vi, giró al frente como si le quemara. Hollie ni pestañeaba. La rubia nos analizaba con intensidad. No se me pasó el detalle. Yo iba a levantarme con mi bandeja para romper la escena cuando alguien dejó otra en el extremo de mi mesa, a la derecha, dejando dos sillas vacías en medio. Moví los ojos. Era el nuevo. Axton. Indiferente, parecía casi aburrido, traía un sándwich envuelto, agua y una manzana. Se sentó tranquilo. Apoyó los antebrazos. Levantó las cejas apenas, mirando a Milo. No dijo nada. No me miró. No se movió. La cafetería se ajustó sola. Varias cabezas se giraron hacia él, después a Milo, después a mí. La rubia dejó de sonreír. Denny se quedó inmóvil. Hollie apretó más los brazos. Milo sostuvo la mirada de Axton dos segundos. Le cambió el gesto. Se echó atrás en la silla, despacio. Me miró otra vez. —Esto no terminó —dijo, poniéndose de pie. —Tampoco empezó —le devolví. Se tragó una réplica, no le salió. Volvió a su mesa. La rubia lo recibió con una mano al hombro y un susurro al oído. Denny no levantó la vista. Hollie tampoco. Bajé los ojos al plato. Comí dos bocados más. El cuerpo aceptó. Tomé agua. Me limpié las manos. Mantuve la cara quieta. En el extremo, Axton continuaba comiendo su sándwich, quitó el papel sin ruido, tomó un trago. No habló. No miró en mi dirección. Se quedó comiendo ahí, como si hubiera estado en esa mesa desde siempre. Miré alrededor. Reconocí a un excompañero de química que fingió no verme. A una chica de atletismo que me sostuvo la mirada un segundo y la apartó. A un profesor que siguió con su café. Los susurros bajaron un poco y luego volvieron a subir, pero ya no estaban encima de mí como antes. Terminé la pasta. Me levanté con la bandeja. Axton también se levantó, un poco antes. Agarró sus cosas. Pasó por el lado de la mesa de Milo y este se le quedó mirando hasta que salió de la cafetería. Yo llevé mi bandeja al carrito, la dejé. La chica de limpieza me miró dos segundos y asintió. Le devolví el gesto. Salí al pasillo. El ruido quedó atrás. El estómago apretado, pero en su sitio. Próximo objetivo: llegar a clase sin hablar con nadie. Coraza arriba. Aguanta, aguanta, aguanta.