El pasillo me tragó el ruido y me lo escupió encima. Seguí a la derecha hasta el aula. La puerta estaba abierta. Adentro ya había gente sentada. El zumbido de voces se cortó cuando crucé el marco.
Reconocí al instante unos ojos mieles. Me esforcé en no quedarme paralizada. Sabía que debía encontrarlos a todos en algún momento, y estaba preparada. Estaba preparada, estaba preparada. Me repetí. Allí está él, Denny. Mi viejo amigo. Estaba en la tercera fila, al lado del pasillo, compartiendo mesa con un tipo que no reconocí. Tenía el cuerpo inclinado hacia delante, el codo en la mesa y el teléfono escondido a medias. Alzó la vista por reflejo. Primero fue sorpresa: cejas arriba, ojos abiertos. Le duró menos de un segundo. Después, asco. La boca se le tensó. Apartó la mirada como si quemara. Dijo algo breve al de al lado, sin despegar los labios del todo. El otro miró hacia mí y bajó la vista rápido. Me quedé con ese cambio de cara clavado en la cabeza. Sorpresa. Asco. Denny. El mismo que imitaba a los profesores para hacerme reír en el almuerzo. El que me escuchaba sin importar la hora. Se me vino a la cabeza la imagen de los dos en un banco del parque comiendo papas fritas, hablando de cualquier cosa como si fuera importante. Me cayó el recuerdo como una piedra en el estómago. Tragué saliva. No me frené. Fui al fondo. Última fila, mesa de dos, lado de la ventana. El asiento de al lado estaba vacío. Dejé la mochila en el piso, contra la pata de la mesa. Me senté. Saqué el cuaderno y el estuche. Me ajusté el auricular izquierdo por costumbre y lo guardé de nuevo. Aunque quisiera omitir las voces, no podía poner música en clase. Me dolía la mandíbula de apretarla. No miré a Denny otra vez. Había tenido suficiente con ese primer golpe. Me alcanzaba con uno. Entró más gente. Un par de risas. Un “shhh” de alguien con poca paciencia. El aire de aula siempre huele a desodorante barato. El murmullo cambió cuando entró el profesor. Era un hombre de unos cuarenta años, camisa remangada y una taza de café en la mano. Dejó la taza en el escritorio, se pasó una lista bajo el brazo y habló sin levantar demasiado la voz. —Guarden teléfonos —dijo, mirando de izquierda a derecha—. En la mochila o boca abajo. No me obliguen a repetirlo. Hubo movimiento de pantallas que se apagaban, carcasas golpeando madera. —Soy el señor Wallace —siguió—.Seré su maestro de literatura. Vamos a empezar el semestre con una lectura corta y con el programa. No voy a darles un discurso. Si están aquí, respiran, leen y cumplen. Abran un cuaderno. Escriban la fecha. Escribí la fecha. Mi letra tembló un poco. La enderecé apoyando fuerte la punta del bolígrafo. Mr. Wallace escribió en la pizarra: “Expectativas básicas” y debajo cuatro líneas: puntualidad, respeto, lectura, trabajo. —Voy a pasar lista —dijo, tomando el papel—. Digan “presente”. Si quieren que los llame de otra forma, me lo dicen ahora. Fue nombrando apellidos en orden. Cuando dijo “Anderson, Quinn”, la voz me salió seca. —Presente —respondí, sin levantar la vista. Noté algunas cabezas girar, como si confirmar mi presencia les diera permiso para asentir entre sí. No levanté la vista. Seguí las líneas del cuaderno con la tapa del bolígrafo. Cuando dijo “Coleman, Denny”, escuché su “presente” desde el centro. Me dolió por dentro. Fue físico. Un apretón debajo de las costillas. Me senté más recta. Mr. Wallace siguió con la lista, terminó, dejó el papel sobre el escritorio y tomó un fajo de fotocopias. —Programa del semestre —anunció—. Pásenlo hacia atrás. Las hojas empezaron a viajar de mano en mano. Cuando llegó la mía, la agarré y la puse al centro. Lecturas, fechas, entregas. Todo normal. Una estructura me daba un borde al que agarrarme. No lo admití en voz alta, pero era eso. La puerta se abrió de golpe. No fue un portazo, pero sonó. Mr. Wallace levantó la mirada. Todos también. En el marco, estaba un chico. Altura por encima de varios. Camiseta negra, simple. Tatuajes visibles en ambos antebrazos, líneas oscuras que asomaban bajo la manga. No eran dibujos infantiles ni cosas mal hechas como los que tenían algunos miembros de la banda de Adam. Eran limpios, espirales envueltas en el antebrazo. El cabello oscuro, revuelto como si lo hubiera pasado una mano hace cinco minutos. Miró la sala unos segundos antes de volver a mirar a Mr. Wallace. No sonrió. El chico sostuvo una hoja, seguramente el pase de la administración. La dejó sobre el escritorio del profesor. Mr. Wallace tomó el papel, lo leyó rápido. —Clase, tenemos nuevo alumno —dijo, levantando el tono lo justo para cortar los susurros—. Axton Hale. El nombre quedó flotando un segundo. Alguien detrás mío repitió “Axton” en voz baja, probándolo. Algunos murmullos. El chico no reaccionó. —Bienvenido, Hale —continuó el profesor—. Por ahora siéntate atrás. Ese lugar está libre. —Señaló con el bolígrafo hacia mi fila. Me puse tensa sin moverme. El asiento libre era el de mi lado. Axton cruzó el aula sin apuro, con el mismo paso parejo. Pasó a dos filas de Denny. Vi de reojo cómo Denny lo medía y volvía al frente. Axton llegó al fondo, dejó una mochila oscura en el piso y se sentó a mi derecha. El tatuaje del antebrazo izquierdo quedó apoyado en el borde del pupitre. Miró mi cuaderno un segundo, como quien confirma que es esa clase y no otra. Después apoyó los nudillos sobre la mesa, sin buscar conversación. Mr. Wallace retomó. —Bien —dijo—. Volvamos. Guarden la curiosidad para el recreo. Hale, después de clase te doy el programa y el casillero. Axton hizo un gesto corto con la cabeza. Sacó un bolígrafo del bolsillo de la chaqueta y lo dejó alineado con el borde del cuaderno que le prestó su propia mano: no traía cuaderno. No pidió uno. No escribió nada. El profesor empezó con las reglas. Nada nuevo: no hablar por encima, no comer en clase, teléfonos guardados. Mientras hablaba, yo sentía otra cosa. La náusea, otra vez. El cuerpo me pedía ir al baño y meter agua fría en la cara. No me moví. Miré el programa como si tuviera un examen hoy. Repasé títulos con el dedo. Me puse metas de cinco segundos: aguanta hasta que acabe el punto tres. Aguanta hasta que se oiga el marcador en la pizarra. Aguanta. Pensé en Denny sin querer. Su cara cuando me vio. Me apoyé con los antebrazos en la mesa. Las manos frías. Volví a ponerlas bajo los muslos para calentarlas con el propio peso. —Bien —dijo Mr. Wallace—. Tomen nota: van a escribir un texto corto sobre lo que esperan del curso. Una página. No hay respuesta correcta. Quiero ver cómo escriben. Nada de “no sé”. Todos saben algo de ustedes. Tomé el bolígrafo. Escribí “Expectativas”. Me quedé mirando la palabra como si se burlara de mí. Esperar. ¿Qué iba a escribir? “Respirar y salir viva”. No lo iba a poner. Busqué otra cosa. “Quiero cumplir con las lecturas y entregar a tiempo.” Lo escribí. Plano. Útil. Después: “Quiero recuperar hábitos de estudio.” Sonaba a mentira. Igual lo puse. No iba a dejar el renglón vacío. En la fila de Denny alguien soltó una broma. Se rieron dos. Mr. Wallace los miró. Se callaron. Denny no rió. No habló. Estaba rígido. Miraba al frente. Como si yo no existiera. Mejor que cualquier insulto. Dolía más, igual. Al lado, Axton giró levemente la muñeca y vi que, al final, sí escribió algo en el margen de la hoja arrugada suelta que no sabía de dónde había sacado. Números. No eran de la clase. No estaba copiando el programa. Marcaba algo suyo. No me metí. —Hale —dijo Mr. Wallace de pronto—, pasa por el escritorio al terminar, ¿Vienes de otra ciudad? —Sí —respondió él, sin soltar más. —Bien. Luego me cuentas si necesitas ponerte al día con algo. —Estoy al día —dijo, seco. El profesor asintió, sin darle importancia. —Perfecto. Seguí escribiendo frases cortas. No me salían completas. Cada tres palabras se metía la imagen de Denny. Apreté el bolígrafo hasta que me dolió el dedo. Aflojé a propósito. Me obligué a seguir: “No quiero participar mucho al principio.” Lo dejé. No era una queja. Era un dato. “Puedo leer en voz alta si es necesario.” Mentía un poco. Igual lo escribí. Este papel no era un contrato. La puerta volvió a abrirse un poco, esta vez por una administrativa que asomó la cabeza para dejar una carpeta y se fue. El aula volvió a su ritmo. Mr. Wallace habló de la primera lectura. Dijo el título. Escribió en la pizarra la fecha de entrega. Anoté. Hice cuentas. Miré el reloj del aula. Faltaba media hora para terminar el bloque. El cuerpo me pidió mirar a Denny otra vez. No lo hice hasta que terminé de escribir la tercera línea. Levanté la vista un segundo, como quien descansa los ojos. Él estaba de perfil. El de al lado le dijo algo. Denny negó con la cabeza. Le pidió la grapadora a la chica de adelante. Grapó su programa. Lo puso ordenado a la izquierda. Era un gesto suyo de siempre: organización minuciosa, papeles en escuadra. Me dolió otra vez porque lo reconocí como si el tiempo no hubiera pasado. Bajé la vista. No iba a mirarlo de nuevo. No tenía caso. Axton se movió para encajar la silla mejor. El tatuaje del brazo derecho tenía una palabra en vertical. No la leí entera. Atajé la curiosidad en seco. No estaba para juntar datos que no necesitaba. —Quedan diez minutos —anunció—. Terminen lo que están escribiendo. La entrega es ahora, con su nombre. Mañana empezamos lectura. Acabé mi página. Puse “Quinn Anderson” arriba. Sentí las manos menos frías. La náusea seguía en el fondo, pero habían disminuido, aunque solo un poco. Ordené el cuaderno, puse el bolígrafo dentro del estuche, alineé el programa. Rutina. Repetición. Me sirvió. El profesor fue recogiendo las hojas fila por fila. Dejó una copia del programa sobre el pupitre de Axton. —Para ti, Hale —dijo. —Gracias —contestó él, igual de seco. El timbre interno del cambio de minuto sonó. Nadie se levantó. Denny tampoco. Su espalda seguía recta. No miró hacia atrás. Yo tampoco lo hice. Pensé en salir de clase y tomar aire en el baño, pero no lo decidí ahí. No iba a adelantarme. Una cosa a la vez. Mantener la cabeza quieta. Coraza arriba. Pasar el bloque. Después aguantar. Mr. Wallace cerró el marcador y se apoyó en el escritorio. —Mañana traigan un cuaderno solo para esta clase —informó. Asentí sin que nadie me viera. Miré al frente y mantuve la vista ahí hasta que el timbre grande cortó la hora. La sala se movió de golpe. Sillas que raspan, mochilas al hombro, voces más altas. Yo me quedé un segundo más sentada. Denny se puso de pie sin darse vuelta. Guardó todo, se colgó la mochila, habló dos palabras con el de al lado y salió por el pasillo del medio. Yo recogí mis cosas despacio. No quería que nuestro cruce fuera una escena. No quería nada de él hoy. Ni una sílaba. Ni un gesto. Axton se levantó también, agarró su mochila y sacó una chaqueta negra y se la puso. No dijo nada. Olía a jabón simple y a la tinta vieja de un libro. Guardé el programa dentro del cuaderno y me puse la mochila. No miré el teléfono. No miré a nadie más. Salí al pasillo con el resto, empujada por el mismo movimiento. El día seguía. Yo también. Con las náuseas y el corazón acelerado.