Me vestí sin ruido y me até el cabello. Revisé la mochila una vez, dos, tres. Cuaderno, estuche, botella, auriculares, billetera. El horario que mamá había impreso. El carnet, por si me lo pedían. Tragué saliva. Abrí la puerta del cuarto y bajé.La casa estaba en silencio, ese silencio de la mañana que sólo tiene sonidos pequeños: el motor de la nevera, el agua en la tubería, el roce de una taza contra la encimera. Mamá estaba en la cocina. Tenía el cabello recogido y la mirada puesta en el teléfono. Ben estaba en la mesa, ya vestido, con su mochila de la universidad en la silla de al lado y el portátil cerrado. Levantó la cara cuando me oyó llegar.—Buenos días —dije, quedándome de pie al borde de la mesa. La voz me salió áspera.—¿Dormiste algo? —preguntó mamá en seguida, sin disfrazar la preocupación. Me sostuvo la mirada como si necesitara una respuesta clara, no una excusa.—Casi nada —admití, apoyando la mochila en el respaldo de la silla.Ben se inclinó hacia delante y con un d
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