Capítulo 3
El rostro de Alejandro se ensombreció, y su voz era tan fría como un bloque de hielo.

Yo apreté con fuerza las sábanas, luchando por no dejar escapar las lágrimas, como si alguien me apretara la garganta y me impidiera hablar.

Alejandro negó con la cabeza, resignado:

—Eliana… ya casi ni te reconozco.

¿Que no me reconocía?

La primera vez que asistí a una fiesta elegante, Roberto me presentó ante los distinguidos invitados con solemnidad: yo era su hermana.

La noticia de que el poderoso presidente del Grupo Salazar tenía, de pronto, una hermana misteriosa, estalló como un trueno.

Los murmullos me rodeaban, y yo, acorralada, apenas podía mantenerme firme.

Pero en medio de esas voces envenenadas, Alejandro fue el primero en alzar su copa conmigo.

—¿Y con qué derecho Roberto presume de tener una hermana tan guapa y encantadora?

—Eli, sé mi hermanita. Te divertirías mucho más conmigo que con ese amargado de Roberto Salazar.

Él fue el primero, después de Roberto, en darme un lugar dentro de ese círculo altivo; el primero en llamarme con cariño. Pero ahora, era el mismo hombre que se plantaba frente a mi cama para proteger a Paola.

Sentí que algo dentro de mí se desangraba lentamente, dejándome hueca y fría.

Paola jalaba de los brazos de Roberto y de Alejandro, como una niña caprichosa.

—Ya, ya, no peleen por mí. Estoy segura de que Eliana sabrá reflexionar.

Roberto asintió, con esa autoridad que no admitía réplica.

—Quédate aquí, tranquila, y piensa bien las cosas. Nosotros llevaremos a Paola a cenar mariscos. Tú aún no te recuperas, mejor quédate.

No soportaba estar en la misma habitación con ellos. Apreté los dientes, bajé la mirada y asentí.

Satisfechos, los tres se marcharon juntos.

Apenas tuve tiempo de contener mis emociones cuando escuché un ruido en la puerta: Paola había regresado.

Su semblante había cambiado por completo; ya no era la muchacha dulce y sumisa de hace un momento, sino una mujer altiva, parada al lado de mi cama, mirándome como si fuera una cucaracha.

—Eliana… ¿cómo es que no te moriste en aquel ático?

Alcé la vista. En sus pupilas se reflejaba mi miseria. Y lo peor fue que parecía disfrutar de mi dolor.

—Mejor que no hayas muerto. Así podrás ver a quién aman de verdad Roberto y Alejandro. ¿No te da curiosidad saber por qué, desde que regresé, ellos te han dejado de lado?

Yo no tenía respuesta. Y, sin duda, ella no era la indicada para dármela.

La miré con desdén, como se mira a un payaso que hace de su rabia un espectáculo grotesco.

—¿Viniste solo para decirme esto, Paola?

Ella soltó una carcajada seca y me arrojó una fotografía en la cara.

—¡No lo mereces! —escupió con desprecio—. No mereces el amor de Roberto ni de Alejandro. No vales ni un pensamiento mío.

Se inclinó sobre mí, con la mirada brillante de rencor:

—Desde el principio, la única que merecía su cariño era yo. Tú siempre fuiste mi sustituta. ¡Una ladrona que roba lo que no le pertenece!

La foto mostraba a un niño Roberto y a un niño Alejandro, de unos diez años, a los lados de una niña que sonreía con la cabeza ladeada.

La niña no era yo, pero se parecía mucho a como era de pequeña.

Sus ojos eran vivaces como los de un cervatillo, y en la comisura de sus labios tenía un hoyuelo encantador.

Me temblaban las manos al sostener la foto.

Cuando Alejandro me confesó su amor, yo le pregunté qué era lo que más le gustaba de mí.

—Tus ojos cuando sonríes —me respondió—. Quiero proteger esa sonrisa.

Esa misma noche, Roberto acarició el borde de mis ojos y murmuró:

—Unos ojos tan bellos no deben conocer la tristeza. Si te traje a casa, es para ser responsable de ti.

Entonces lo entendí: Alejandro nunca protegía mi sonrisa, y Roberto nunca pensó ser responsable de mí.

La sonrisa de Paola se volvió cruel, triunfante.

—Eliana, he vuelto para recuperar lo que siempre fue mío.

De un tirón arrancó la foto de mis dedos, dejándome una delgada línea de sangre en la piel.

—Haz lo sensato y lárgate, ¡no quiero volver a verte delante de ellos!

Mi voz salió ronca, pero firme:

—Está bien.

Paola, satisfecha con mi respuesta, se fue pavoneando como un pavo real que despliega sus plumas.

Yo solté una risa amarga. Con razón, desde su regreso, Roberto casi no volvía a casa y Alejandro ya no me llevaba a ningún lado.

Con razón siempre se ponían de su parte.

Pero lo extraño era que, al descubrir que solo era una sustituta, no me dolió tanto como había imaginado.

Sentí, más bien, un alivio inmenso.

Había compartido más de diez años de mi vida con Roberto y Alejandro, siempre creyendo que eran lo más importante para mí.

Pero, si en realidad nunca me habían necesitado… entonces ni siquiera una vida entera tenía sentido.

Tres días después, salí del hospital.

Durante ese tiempo, Roberto solo me llamó una vez para decirme que descansara, y colgó enseguida. Y, en cuanto a Alejandro, ni siquiera me envió un mensaje.

En las redes, Paola y Alejandro presumían fotos buceando en un país tropical.

El pie de foto decía:"@Roberto Salazar, gracias por el yate. ¡Te esperamos!"

Paola, en bikini, sonreía, radiante, bajo el sol ardiente.

Alejandro la miraba con ternura infinita.

Seguramente, era feliz custodiando una sonrisa como esa.

Yo regresé a casa, tomé mis documentos y ropas, y me subí al tren que iba rumbo al campo.

En ese momento, mi celular vibró: era Roberto.

No dudé. Abrí la ventana y lo arrojé con todas mis fuerzas.

En ese instante, me sentí libre.

De verdad, ya nunca más volveríamos a vernos.

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