Después de dejar la Ciudad Santa Lucía, encontré trabajo como recepcionista en una pequeña posada de la Ciudad San Florencio.
La gente aquí es sencilla, el dueño es amable y me da techo y comida. Con eso me basta para mantenerme y hasta ahorrar un poco. Me siento agradecida.
Gracias a este trabajo conocí a muchas personas de distintos lugares.
Con cada huésped podía intercambiar unas palabras. A los huéspedes más callados les ofrecía con cuidado algunos artículos de uso diario y les daba consejos para su viaje.
Con el tiempo me acostumbré a la tranquilidad de este pueblo, y también fui olvidando los recuerdos dolorosos sobre Santa Lucía.
Pero las cosas nunca resultan como una las sueña.
Cada vez que la felicidad parece alcanzarme, siempre aparece alguien a romper la calma.
Era al atardecer.
La puerta de la posada se abrió.
—Buenas tardes, ¿quiere hospedarse?
Un tufo fuerte de alcohol me golpeó de inmediato. Fruncí la nariz y miré hacia la entrada.
Un miedo frío, casi ancestral, me reco