Arturo frunció el ceño al ver mi rostro rígido.
—¿Se conocen?
—No.
—Por supuesto.
Mi respuesta y la de Roberto sonaron al mismo tiempo.
Ese tono mío encendió la rabia de Roberto, que se lanzó contra mí:
—¿No me conoces, Eliana? ¿Quién fue el que te salvó de ese padre infernal?
El aire se volvió irrespirable. Ignorando todas las miradas, corrí hacia la puerta y salí a la calle.
Roberto quiso seguirme, pero Arturo lo detuvo.
Yo creía haberlo dejado todo atrás; sin embargo, al ver de nuevo a Roberto y a Alejandro, los recuerdos de aquellos tres días en el ático volvieron a mí como un enjambre.
Me repetí que lo último que sentí por ellos fue solo la decepción y el miedo de no haber sido elegida cuando me encerraron ahí.
Y esa herida, tarde o temprano, también se caería como una costra.
Cuando regresé a la posada, la reunión ya había terminado.
Roberto, otra vez sereno, me dijo:
—¿Podemos hablar?
Le lancé a Arturo una mirada tranquila y asentí.
Arturo no se fue: se quedó en la entrada de la