Javier nunca creyó que yo estuviera muerta.
Dejó atrás a toda su manada y, como loco, se lanzó a buscarme.
Recorrió todos los bosques cercanos, interrogó a cada caravana que pasaba, incluso se atrevió a cruzar en territorio enemigo.
Él no podía creer que esa mujer fuerte que siempre estuvo firme frente a él, pudiera morir así como así.
Tres meses después, siguiendo un rastro casi imperceptible, llegó hasta los límites del territorio del clan Noche-Viento.
Cuando me vio, bajo el sol, tendiendo hierbas medicinales, sintió que su corazón casi se detenía.
Yo no lo había notado.
Vestía una camisa tosca del clan, con el cabello recogido de forma simple, el rostro tranquilo, con una sonrisa que él jamás me había visto.
Mi lobezno jugaba felizmente entre mis tobillos.
Miguel, el alfa del clan, se acercó con una sonrisa y, con ternura, me acomodó un mechón suelto detrás de la oreja.
—¡Zulema!
La voz de Javier era ronca, con una mezcla de alegría desesperada y emoción temblorosa.
Me giré al escu