Javier vigilaba día y noche aquella mancha de sangre ya seca en el bosque, sin permitir que nadie se acercara.
Cuando el patrullero le informó por sexta vez que no había rastro ni de Zulema ni de los forasteros que la acompañaban, él solo permaneció agachado frente a la sangre, con los ojos enrojecidos, sin decir palabra alguna.
Elizabeth no pudo seguir mirando más. Ayudó a levantarse a María y la llevó hasta su lado.
—¡Javier, ¿cuánto tiempo más vas a quedarte aquí?! ¡María lleva en su vientre a tu hijo! ¿Vas a seguir ignorándola… ignorándonos?
Su voz era tan aguda como siempre, y para Javier, resultaba insoportable.
¿Y Zulema?
¿También se sintió herida y triste cuando fue atacada con esa misma voz?
Javier contuvo la furia que hervía en su pecho, y con frialdad respondió:
—No te metas. Voy a esperarla… hasta que vuelva.
María, que estaba junto a él, miró la mancha de sangre. Por un segundo, una chispa de alegría cruzó por su rostro.
Pero solo fue un instante. Luego fingió pesar, y se