Capítulo 2
—No hice nada.

Miré directamente a los ojos de Javier.

Él se dio cuenta de que me había empujado con fuerza, y enseguida se suavizó su expresión, con cierta culpa en el rostro.

—Zulema, yo…

Pero antes de que pudiera seguir hablando, María se apretó la palma de la mano, mordiéndose el labio con expresión triste:

—Perdón, Javier. Fue mi culpa. Yo toqué al cachorro sin preguntarle a Zulema, por eso me mordió…

—¿Qué dijiste? ¿El hijo de quién?

Javier alzó la voz, luego negó con la cabeza, como si no quisiera aceptar lo que acababa de oír.

Primero miró la palma de María, que apenas sangraba, y luego sus ojos se posaron en el pequeño lobo que temblaba en una esquina.

Ese cachorrito, que María había lanzado al suelo con fuerza, sollozaba encogido, temblando de miedo y dolor.

—¿Y este animal de dónde salió?

Frunció ligeramente el ceño.

—¡Este fue el que le mordió la mano a María!

Elizabeth, que estaba al lado, se adelantó de repente y le dio una patada al cachorro.

El pequeño salió volando, soltando un grito de dolor.

—¡¿Qué estás haciendo?!

La empujé y me interpusé frente al cachorro justo antes de que intentara patearlo de nuevo.

—¿¡Te atreviste a empujarme!?

Elizabeth apretó los dientes de rabia, y miró a Javier:

—¿Y si ese animal hubiera mordido la panza de María en vez de su dedo? ¿¡Qué habría pasado con tu hijo!?

—¡No fue su culpa! —le grité a Javier— ¡Fue María la que presionó su herida! Le dolió, por eso reaccionó así.

María empezó a sollozar. Levantó la mano mostrando la herida, de la cual la sangre volvió a gotear sobre su brazo pálido.

—Lo vi tan tierno, solo quería acariciarlo suavemente… y entonces…

Antes de terminar la frase, comenzó a llorar de nuevo.

Javier se enfureció al instante, se adelantó, me empujó con fuerza y agarró al cachorro con una mano.

Justo cuando estaba a punto de lanzarlo con fuerza, me interpuse con el cuerpo y lo recuperé en mis brazos.

—Zulema, ¿se te olvida que nuestra manada no acepta forasteros? Mucho menos criaturas sin origen como esta.

Sus ojos entrecerrados y su tono eran helados.

—Javier, solo es un cachorro herido. No representa ninguna amenaza para nosotros ni para la manada.

—¿No representa amenaza? —Elizabeth chilló—. ¡Mira cómo le mordió la mano a María! ¿Y si tiene alguna enfermedad o bacteria? ¿Qué pasa con mi nieto?

—¡Ese niño es tu hijo, Javier! ¡Tira esa cosa de una vez! ¡Y de paso ponle un alto a esta mujer venenosa! ¡Antes de que llegaras, hizo que María hiciera el quehacer! ¡Seguro es por celos, por no poder embarazarse, y ahora quiere hacerle daño!

Sentí a mi loba interior rugir con rabia:

—¡Eso es mentira!

Javier frunció el ceño.

—Ya basta, mamá.

—¿Y tú todavía la vas a proteger? ¡María está embarazada de tu hijo!

Elizabeth me miró con desprecio:

—En lugar de seguir con una mujer que ni hijos puede tener, deberías cuidar bien a la madre de tu hijo.

Javier ignoró a su madre y se volvió hacia mí:

—Zulema, lo que hiciste estuvo mal. María está esperando a nuestro hijo. Cuando nazca, tú serás su madre. Por eso debes ser comprensiva, cuidar de María como yo lo hago. Es lo mejor… también para ti.

Elizabeth lo miró con incredulidad, enfadada.

—No sé qué le ves a esta mujer, hijo… qué suerte de perra tuvo.

María también se quedó muda. Cerró los puños con fuerza, y la forma en que me miraba estaba llena de rencor y envidia.

Yo la ignoré. Miré a Javier con frialdad y solté una risa sarcástica.

—Javier, terminamos.

Javier se congeló. Justo cuando iba a responder, María gritó de repente, agarrándose el vientre:

—¡Javier, me duele el estómago!

Él se alarmó y enseguida la abrazó, revisando su herida con preocupación.

Elizabeth me empujó a un lado y gritó desesperada:

—¡Llévala con el curandero ya! ¡Quién sabe qué infecciones tenga esa cosa que la mordió!

Javier se fue corriendo con María en brazos. Antes de salir, me lanzó una mirada gélida y me gritó:

—¡Deshazte de ese cachorro salvaje! ¡Si no…!

Sabía perfectamente con qué quería amenazarme.

Cuando se fueron, recogí al pequeño lobo, que temblaba de miedo, y le vendé con cuidado la patita herida que María casi le había roto.

—No tengas miedo. Yo no te voy a dejar.

Lo abracé con ternura, conteniendo las lágrimas.

—De ahora en adelante, tú serás mi hijo… mi única familia. Y cuando estés mejor, mamá te llevará lejos de aquí.

El cachorro, como si entendiera mis palabras, se durmió tranquilo en mis brazos.

Pero en plena madrugada, Elizabeth irrumpió en mi cabaña, rompiendo nuestra pequeña paz.

—¡Maldita perra! ¡Por tu culpa María perdió sangre y entró en shock!

Ignoró mis intentos por soltarme. Me arrastró a la fuerza hacia la cabaña del curandero, gritando:

—¡Tienes que hacerte responsable! ¡Dale tu sangre a María!

Me resistí con todas mis fuerzas, pero los guardias dentro de la cabaña me sujetaron con fuerza en una silla.

—¡Sáquenle sangre! ¡La que sea necesaria! ¡Lo importante es que mi nieto esté bien!

Miró al curandero, pero él se volvió hacia la puerta, donde Javier acababa de llegar sudando, alarmado por el aviso de su madre.

Lo miré suplicante. Él me devolvió la mirada, y luego asintió con la cabeza.

En ese momento, toda esperanza dentro de mí desapareció.

No dejé de mirarlo.

Javier se agachó y me habló con voz suave:

—Zulema, María está en shock. No tenemos sangre compatible en la reserva. Por favor, no estés enojada… el hijo que ella espera también te llamará mamá. Ayúdanos, ¿sí?

—Está bien.

Contuve las lágrimas.

—Si eso es lo que quieres, donaré sangre.

Pero una vez que lo haga… entre tú y yo, no quedará nada.

Lo miré fijamente, repitiéndolo en silencio para mí misma.
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