La noche había caído sobre la ciudad con una espesura extraña, como si las nubes se hubieran tragado la luna y las estrellas hubieran huido del cielo por miedo a lo que iba a suceder.
Allison se encontraba en su habitación, sentada en la oscuridad, con las luces apagadas y los ojos clavados en la nada. Jugaba entre sus dedos con el dije dorado que siempre colgaba de su cuello, un recuerdo de una infancia fingida. En la pantalla de su celular, un número sin nombre parpadeaba.
—Ya es hora —susurró para sí misma, con una sonrisa torcida.
Marcó.
Del otro lado no hubo saludo, solo una respiración pesada, madura. Allison no necesitaba presentación.
—Las cosas ya no están tan ocultas como creíamos —dijo en voz baja pero firme—. Alanna está más cerca de la verdad de lo que parece. Y mi madre... mi madre dejó su miedo por escrito. No sé cuánto tiempo pueda seguir controlando la situación.
Hubo un breve silencio. Luego, una voz pausada, seca como el acero y carente de emoción, le respondió:
—No