El aire del piso ejecutivo estaba más denso de lo habitual. La jornada parecía ir en cámara lenta, como si el edificio entero respirara con expectativa. Las miradas se evitaban, los pasos eran cautelosos, y el murmullo general había sido reemplazado por un silencio que pesaba más que cualquier palabra.
Eran las 3:00 p. m. cuando el equipo de logística subió. Tres hombres vestidos con uniformes grises, discretos pero pulcros, llegaron empujando dos carritos metálicos y cargando cajas numeradas. Alguien había dado la orden directa desde presidencia.
Y todos sabían lo que eso significaba.
Los trabajadores se detuvieron frente a la gran puerta de madera que aún decía: “Presidente – Alberto Sinisterra”. Respiraron hondo, como si necesitaban fuerza para lo que estaban a punto de hacer, y tocaron con dos golpes firmes.
—Adelante —respondió una voz seca desde adentro.
Alberto estaba sentado detrás de su escritorio, con el rostro tenso y las manos entrelazadas. No se había movido en horas. Cua