La música ambiental seguía flotando con delicadeza en el gran salón, mientras los invitados disfrutaban del último brindis previo al anuncio final. Las luces se atenuaban con cada transición, creando una atmósfera teatral que parecía sacada de un acto cuidadosamente ensayado. Todo en la ceremonia estaba fríamente calculado para impresionar, conmover… y distraer.
En una de las mesas principales, el señor Alberto Sinisterra se sentaba con expresión relajada. Sus dedos jugueteaban con el tallo de su copa de vino tinto mientras sus ojos recorrían el salón como si fuese su reino. Estaba convencido de haber superado otra etapa de consolidación pública de su legado.
Había hablado. Había sido aplaudido. Había sido escuchado. Otra vez.
A su lado, sentada con una elegancia tranquila, estaba su esposa, impecable como siempre. Vestía un traje color esmeralda oscuro, con un broche antiguo en el hombro y guantes delgados que dejaban entrever las venas finas de sus manos. Tenía la mirada puesta en e