La noche cayó sin piedad. Era una de esas en las que el viento parecía arrastrar memorias, de esas en que la casa, aún con luces encendidas, se sentía vacía.
Leonardo llegó temprano. Subió directamente a su habitación, se duchó sin prisa, como si el agua pudiera borrar no solo el sudor del día sino también el cansancio emocional que lo tenía al borde. Se vistió con ropa cómoda, pero cuidada, como quien sabe que está a punto de enfrentar algo importante.
Bajó a la sala. El reloj marcaba las 9:13 p.m. El tic tac se le clavaba en la nuca, y la chimenea encendida apenas lograba mitigar el frío que nacía dentro de él.
La escuchó bajar las escaleras.
Cada paso de Alanna era una mezcla de seguridad y contención. Llevaba un pantalón de lino claro y una blusa color marfil que dejaba sus hombros al descubierto. Su cabello estaba suelto, un poco húmedo, con ese aroma a lavanda que siempre lo enloquecía. Pero esta vez, él se obligó a no inhalarlo demasiado.
Alanna no dijo nada. Se sentó en el sof