Los días pasaban grises, como si el cielo se hubiera puesto de acuerdo con el ánimo de la casa Salvatore. Una semana completa había transcurrido desde que todo estalló: la humillación, la prensa, las verdades descubiertas, y el intento tardío de redención. Pero a pesar de que la verdad había salido a la luz, entre Alanna y Leonardo solo quedaban cenizas… cenizas que ardían en silencio, sin llamas, sin reconciliación.
Alanna evitaba a Leonardo con una frialdad calculada. Se levantaba antes del amanecer, se duchaba en silencio y salía de la habitación cuando él aún dormía —o fingía dormir. Desayunaba sola en el jardín trasero o a veces ni siquiera eso. Solo se llevaba un termo de café, revisaba algunos documentos y luego salía rumbo a la oficina. Siempre antes que él. Siempre sin verlo. Y si alguna vez coincidían en el pasillo, su mirada pasaba de largo como si él fuera un extraño más.
Leonardo intentó hablarle en más de una ocasión. Se acercó a su puerta, tocó suavemente, esperó una re