La mansión Salvatore estaba envuelta en un silencio cálido, de esos que solo se sienten cuando el hogar es un refugio. Eran casi las ocho de la noche cuando Leonardo empujó la puerta principal. Llevaba el saco sobre el antebrazo, el nudo de la corbata suelto y el cansancio pintado en sus ojos. Aun así, apenas pisó la entrada, lo primero que buscó con la mirada fue a ella.
Y allí estaba.
Alanna apareció desde el pasillo, con un vestido de tirantes color perla que le rozaba suavemente los tobillos. Tenía el cabello recogido en una coleta suelta y un brillo especial en los ojos. Sonrió apenas lo vio, como si la noche hubiese esperado por ese momento.
—Bienvenido a casa —dijo con dulzura.
Leonardo soltó el saco sobre uno de los sillones y cruzó el recibidor sin pensar, acortando la distancia hasta tenerla frente a él. No la tocó de inmediato. Solo la miró, deteniéndose un segundo más de lo necesario como si no pudiese creer que algo tan hermoso le perteneciera.
—Hoy no viniste a la oficin