El sol apenas comenzaba a colarse entre las cortinas cuando la señora Sinisterra se sentó frente al espejo. El reflejo le devolvió la imagen de una mujer que, por mucho tiempo, había cerrado los ojos a la verdad. Había amado a ciegas. Había sido injusta. Y hoy… como en los últimos días, sentía el peso de su culpa como una losa.
Sus manos temblaban mientras recogía su cabello con lentitud. No era un día cualquiera. No iba a una visita cordial ni a una reunión de compromiso. No. Hoy iba a dar un paso hacia lo que su corazón había estado suplicando desde hace semanas.
Hoy, iba a ver nuevamente a su hija.
Eligió un vestido crema, sencillo, sin pretensiones. Se perfumó apenas, como si tuviera miedo de que el aroma pudiera traicionar sus verdaderas intenciones. Quería que Alanna la viera como una madre… no como la figura rígida que durante años la despreció sin razón.
—¿A dónde va tan temprano, señora? —preguntó una de las empleadas al verla bajar las escaleras con decisión, normalmente la