La mañana era gris y húmeda, como si el cielo también llevara dentro un nudo imposible de tragar. Alanna se bajó del coche con paso firme, el abrigo entallado a su cuerpo, el rostro impecablemente maquillado y una mirada que cortaba el aire.Llevaba días acumulando silencio, masticando respuestas que no había dado, conteniéndose de romper o gritar. Pero hoy, por primera vez en mucho tiempo, no se sentía víctima. Sentía el poder de su apellido, de su posición, de su propia fuerza. Estaba cansada de que la midieran con ojos ajenos. Cansada de las dobles caras.Cruzó el vestíbulo de la empresa Salvatore sin saludar a nadie. Su presencia era suficiente. Las recepcionistas bajaron la vista, y hasta el ruido de las teclas parecía detenerse cuando pasó.El ascensor subió lento. “Mantente serena. Mantente firme. No más debilidad delante de nadie.”Cuando las puertas se abrieron en el piso ejecutivo, el inconfundible taconeo de Alexa se escuchó al fondo. Alanna avanzó con calma, pero con autor
Después, los documentos: transferencias repetidas a una misma cuenta, en montos discretos pero constantes. Empresas inexistentes. Y finalmente, una grabación de una conversación captada en el pasillo donde ambas mujeres comentaban que “todo se limpiaría con ayuda de nuestra amiga, como siempre”.—¿Qué significa esto? —preguntó Leonardo, frunciendo el ceño.—Significa —respondió Alanna, con voz templada— que hay dinero de esta empresa que ha sido desviado durante meses. Que estas dos mujeres —señaló sin titubear— han robado con total descaro. Y lo más grave, bajo la aparente protección de alguien muy cercana al área administrativa.Alexa palideció.—¿Estás insinuando algo, Alanna? —dijo con una risa nerviosa—. ¿O solo estás lanzando acusaciones sin fundamentos?—Insinuar, no. Estoy mostrando pruebas —dijo Alanna con la mirada fija—. Pero sí tengo claro algo: no puedo probar que tú estás detrás de esto, Alexa. No por ahora.Camila y Helena comenzaron a balbucear, pero Leonardo levantó u
La mansión Salvatore dormía bajo un silencio espeso. Los pasillos oscuros, iluminados apenas por la luz cálida de las lámparas de pared, parecían susurrar secretos entre las sombras. Leonardo, sentado en uno de los sofás del salón principal, aún llevaba puesta la camisa blanca de la oficina, aunque los primeros botones ya estaban desabrochados. Su mirada estaba perdida en el vacío mientras sostenía un vaso de whisky entre los dedos.No podía dejar de pensar en el comportamiento de Alanna. Su frialdad. Su evasión. El silencio que ahora parecía haberse instalado entre ellos como un muro impenetrable. Se había marchado sin avisarle, y regresado igual de distante, con los ojos apagados y la voz seca.Subió las escaleras arrastrando los pies, sin entender por qué se sentía tan… inquieto. Alanna ya estaba en la habitación, pero no lo había esperado para acostarse. El sonido del agua corriendo en la ducha llegaba desde el baño, interrumpiendo la quietud del cuarto.Leonardo entró sin hacer r
La noche envolvía la mansión Sinisterra en un silencio casi sepulcral. La brisa suave hacía crujir las ventanas de madera antigua, y la luna, escondida entre nubes densas, apenas se asomaba para iluminar el jardín.En su amplia habitación, la señora Sinisterra se removía entre las sábanas de satén, incapaz de conciliar el sueño. El rostro de Alanna, distante, frío, herido… la perseguía con cada parpadeo. No era la primera noche que no lograba dormir, pero aquella tenía un peso diferente, como si el aire estuviera cargado de un presentimiento que le apretaba el pecho.Suspiró, miró el reloj. Las agujas marcaban las 3:17 a.m. Cerró los ojos, forzándose a dormir.Y entonces… comenzó la pesadilla.Estaba en un pasillo largo, oscuro, con paredes húmedas y frías como piedra. Escuchaba un eco, pasos descalzos, y el sollozo de una niña. Avanzó con temor, guiada solo por la voz que suplicaba ayuda. Sus manos temblaban, su respiración se aceleraba. Y al girar la esquina, la vio.Alanna.Su hija
La majestuosa mansión Salvatore brillaba tenuemente bajo los últimos rayos del sol que se desvanecían. Un silencio solemne reinaba en su interior, roto solo por el murmullo del viento entre los árboles del jardín. Pero algo estaba a punto de irrumpir esa aparente paz.Una elegante limusina negra se detuvo en la entrada. De ella bajó la señora Sinisterra, vestida de manera impecable, pero con los ojos visiblemente hinchados por el llanto contenido. Caminó con pasos temblorosos hasta la gran puerta principal, apretando contra su pecho un pañuelo arrugado que ya había empapado con sus lágrimas más de una vez.Cuando la mamá de llaves, le abrió la puerta, quedó sorprendida.—Señora Sinisterra... ¿La esperaban?—No —dijo ella en voz baja—. Solo... por favor, dile a Alanna que estoy aquí. Que necesito hablar con ella.La ama de llaves dudó, pero asintió. Subió rápidamente a avisar. Alanna, que estaba en la biblioteca revisando documentos, alzó una ceja al oír el nombre.—¿Mi madre? ¿Aquí?B
La mañana se consumía lentamente entre los cristales empañados del salón. Alanna se había mantenido en silencio desde que su madre, la señora Sinisterra, llegó esa mañana. No hablaron más allá de lo estrictamente necesario. La señora Sinisterra, por su parte, parecía caminar por la mansión como una intrusa que no se atrevía a respirar sin permiso.Pero al atardecer, cuando el cielo se tiñó de un rojo intenso, la señora Sinisterra pidió hablar en privado con Alanna en la biblioteca. Había algo en su voz temblorosa que encendió una alerta en Alanna, pero la acompañó sin emitir juicio.La biblioteca olía a madera antigua, cuero y papel gastado. Su madre se sentó frente al escritorio, con un pequeño cofre de terciopelo púrpura sobre el regazo. Sus manos, delicadas y arrugadas, temblaban al sujetarlo.—Desde que llegué esta mañana, supe que algo dentro de mí debía cambiar —comenzó—. Tal vez no recupere nunca tu confianza, Alanna, pero... quiero hacer lo que debí haber hecho desde hace much
El convento de Santa Clara no era un lugar de redención, sino de castigo. Las paredes grises y húmedas parecían respirar opresión, y las hermanas que lo habitaban eran más guardianas que guías espirituales. Para Alanna, cada día era una batalla contra el dolor, el hambre y la humillación. Pero había un día en particular que nunca podría olvidar, el día en que su pierna fue lastimada, el día en que el convento le robó algo más que su libertad.La hermana superiora, una mujer de rostro severo y manos duras como piedra, había tomado una especial aversión hacia Alanna. No solo porque recibía dinero de Allison para que la maltrataran, si no tal vez era porque Alanna, a pesar de todo, mantenía una chispa de rebeldía en sus ojos. O tal vez porque la hermana superiora disfrutaba ver cómo la joven que alguna vez había sido una princesa se convertía en una sombra de lo que fue.Ese día, Alanna había sido acusada de robar una hogaza de pan. No era cierto, pero en el convento, la verdad importaba
El amanecer no llegó con suavidad para Alanna. En lugar de la calma promesa de un nuevo día, fue despertada abruptamente por el chirrido oxidado de la puerta de su celda abriéndose de golpe. El sonido rebotó en las frías paredes de piedra, sacándola de su ligero sueño con un sobresalto.Parpadeó varias veces, desorientada por la penumbra que aún llenaba la habitación, hasta que distinguió la silueta rígida de la hermana superiora de pie en el umbral. Su figura imponente estaba recortada contra la débil luz del amanecer, y su rostro, marcado por una severidad inquebrantable, parecía aún más duro bajo la sombra de su toca.No hizo falta una palabra. La expresión de la monja bastaba para dejar claro que aquel día no traía consigo ninguna clase de misericordia.—Levántate, perezosa —gruñó, golpeando el bastón contra la pared.El sonido seco resonó en la celda como un aviso de lo que podía venir si no obedecía rápido. Alanna sintió el dolor punzante en su pierna, como si el hueso estuviera