La mansión Sinisterra lucía como salida de un cuento encantado, aunque el aire denso de tensión le daba un toque de tragedia silenciosa.
Desde el portón principal, una alfombra de terciopelo color vino guiaba a los invitados a través de un camino flanqueado por arreglos florales en tonos marfil y dorado. Cada columna del jardín estaba envuelta en guirnaldas de luces cálidas que titilaban como estrellas atrapadas. En el centro del patio, una imponente fuente decorada con rosas flotantes servía como punto focal, iluminada con luces led que cambiaban de tono lentamente, pasando del ámbar suave al blanco hielo.
Los ventanales de la mansión reflejaban el brillo del interior, donde cada salón había sido decorado con detalles exquisitos: candelabros de cristal, mesas redondas con manteles de satén marfil, centros florales con orquídeas blancas y ramas de olivo bañadas en oro. Una orquesta clásica tocaba piezas suaves desde un rincón, mientras mozos impecablemente vestidos desfilaban con copa