El sol de la mañana reflejaba con intensidad en los vidrios del edificio. La ciudad bullía con vida, gente que iba y venía, correos electrónicos zumbando en los teléfonos, relojes que dictaban el ritmo de una rutina exigente. Leonardo conducía con una mano en el volante y la otra sujetando con firmeza su taza de café. Revisaba mentalmente cada punto de su agenda mientras lanzaba miradas rápidas al reloj del tablero.
—Hoy será un infierno —murmuró, casi para sí mismo.
Alanna lo miró de reojo desde el asiento del copiloto. Iba impecablemente vestida con un conjunto en tonos neutros que acentuaban su elegancia serena. Tenía el rostro sereno, pero sus manos jugaban con el borde de su bolso.
—¿Estás bien? —preguntó con suavidad.
Leonardo asintió, aunque con un suspiro.
—Lo de siempre… juntas, decisiones, inversionistas ansiosos por resultados inmediatos. Y el bendito informe que tenía que repasar anoche… —meneó la cabeza con frustración—. No me dio tiempo.
Alanna sonrió levemente.
—Hoy ser