El cielo sobre Nápoles comenzaba a oscurecerse, tiñéndose con tonos anaranjados y violáceos que se reflejaban sobre el mar Mediterráneo. Alanna y Leonardo caminaban lentamente por la costanera, como si el tiempo se hubiese detenido para ellos. Cada paso que daban los acercaba más al final de una escapada inolvidable, a la inevitable realidad que los esperaba del otro lado del vuelo nocturno.
—¿Qué hora es? —preguntó Alanna, algo preocupada.
Leonardo revisó su reloj de pulsera sin apuro.
—Casi las seis. El vuelo sale a las nueve. Tenemos tiempo, no te preocupes —respondió con tranquilidad.
Alanna lo miró de reojo.
—Eres increíble, Leonardo. ¿Tú sabes la cantidad de caos que has provocado por este viaje?
—Lo sé —respondió él, con una sonrisa apenas dibujada—. Y lo volvería a hacer.
Ella soltó una risa corta, mezcla de ternura y resignación. Subieron al coche que los llevaría al aeropuerto, pero antes de irse, Leonardo pidió hacer una última parada.
—¿Dónde vamos ahora? —preguntó Alanna,