La jornada había sido larga, extenuante. El ambiente dentro de la empresa Sinisterra era tan denso que podía cortarse con un cuchillo. Desde la mañana, cada llamada, cada reunión, cada correo electrónico había sido un recordatorio cruel de que las cosas ya no eran como antes. Las decisiones importantes no pasaban por sus manos, y eso le carcomía el alma a Alberto.
Al final del día, Alberto llegó a su casa con el rostro desencajado. Sus pasos pesaban como si arrastrara cadenas invisibles. Tiró su maletín sobre el sofá y se dejó caer en el sillón más cercano sin siquiera quitarse el saco. Tenía los ojos vidriosos, pero no por tristeza… sino por furia contenida.
—¡Maldito sea Leonardo! —gruñó entre dientes, mientras se pasaba las manos por el rostro.
Había perdido el control de la empresa. Su empresa. Aquella que había sido el legado de su padre, el símbolo de poder y orgullo de la familia Sinisterra. Ahora estaba en manos de un hombre al que detestaba con cada fibra de su cuerpo. No sop