El silencio de la casa de Enrique se sintió como un peso sobre sus hombros. No había pasos resonando en los pasillos, ni órdenes dadas en un tono bajo pero implacable, ni una presencia a su lado que le recordara constantemente quién era en ese mundo.
Y por primera vez en mucho tiempo, Alanna sintió un vacío que no supo cómo llenar.
Se abrazó a sí misma, tratando de ignorar la opresión en su pecho.
¿Por qué se sentía así?
Se suponía que debería sentirse más ligera lejos de Leonardo, más libre. Pero en lugar de eso, una sensación de inquietud la embargaba, como si le hubieran arrebatado algo sin previo aviso.
—¿Estás bien? —La voz de Enrique la sacó de su ensimismamiento.
Parpadeó, notando que había pasado demasiado tiempo sumida en sus pensamientos. Forzó una sonrisa, pero Enrique no parecía convencido.
—No lo sé —murmuró finalmente.
Enrique suspiró y se inclinó un poco hacia ella.
—Alanna… lo que estás sintiendo es normal. Has estado con él mucho tiempo. Pero eso no significa que nece