El aire dentro de la casa de Enrique tenía un peso distinto. No era denso ni incómodo, pero sí estaba impregnado de algo que a Leonardo le resultaba difícil de identificar. Un pasado del que él no formaba parte.
Desde el momento en que cruzaron la puerta, sintió que la presencia de Enrique envolvía el ambiente, no por ostentación, sino porque cada rincón de la estancia parecía contar una historia en la que Alanna sí tenía un papel. Él, en cambio, era un extraño.
—¿Recuerdas cuando intenté leer en voz alta uno de tus poemas y terminé mezclando todos los versos? —preguntó Alanna entre risas, pasando las yemas de los dedos por las páginas del libro con la familiaridad de alguien que apreciaba más el contenido que el objeto en sí.
Leonardo observó la escena en silencio. Había visto a Alanna reír pocas veces, pero nunca de aquella forma. Nunca con esa ligereza, con esa libertad que no parecía atada a ninguna expectativa.
Enrique se apoyó en el brazo del sillón con naturalidad, una sonrisa