Era de noche.
Una noche sin luna. Oscura, pesada, silenciosa como si el mundo entero se hubiera detenido a observar el fin de una historia maldita.
Mientras en una mansión alejada del bullicio, Alanna y Leonardo dormían juntos por primera vez en años con la serenidad de quien ha cerrado cada herida, a cientos de kilómetros, Miguel Sinisterra descendía de un vehículo blindado, con las muñecas atadas y el rostro cubierto de sudor frío.
—Camina —le ordenó un hombre con la voz seca, vestido con una túnica negra y capucha que le cubría todo el rostro.
Frente a él, una antigua abadía de piedra, elevada como un castillo olvidado entre montañas, lo recibía con una imponente puerta de hierro. La cruz tallada en la madera crujía con el viento nocturno como si estuviera viva.
Miguel tragó saliva. Sus piernas temblaban. El aire era helado. Nadie le había explicado realmente lo que sucedería allí. Solo que sería juzgado. Y castigado.
Había oído rumores… cosas que, en su arrogancia, había descartad