El silencio se había instalado en la sala como un huésped pesado y cruel. La policía tomaba fotografías, recogía declaraciones, y el cuerpo de la señora Sinisterra ya había sido cubierto con una sábana blanca. La atmósfera era fría, como si toda la calidez hubiera abandonado aquella casa con el último aliento de la matriarca.
Miguel se había quedado de pie junto al ventanal, sin despegar los ojos del jardín mientras apretaba los puños. Su mente era un torbellino. Nada tenía sentido. Su madre, la mujer que parecía indestructible, ahora estaba muerta. Y en medio de todo eso, solo una imagen se le cruzaba insistentemente: Alanna.
Giró lentamente hacia su padre y su hermana.
—Hay que llamar a Alanna —dijo con la voz firme, sin mirarlos directamente—. Tiene derecho a saber lo que pasó.
Allison, que hasta ese momento había estado sentada con un vaso de agua en las manos, giró bruscamente la cabeza hacia él.
—No —respondió, cortante, clavando en él una mirada helada—. Ella dejó claro que no