—¡Ayuda! ¡Alguien, por favor! —gritó Allison, con la voz rasgada por una falsa desesperación perfectamente ensayada.
Corrió escaleras abajo y se arrodilló junto al cuerpo de la señora Sinisterra, fingiendo que intentaba tomarle el pulso, sus manos temblando con una mezcla exacta de histeria contenida y angustia. Luego gritó aún más fuerte—: ¡Papá! ¡Miguel! ¡¡Vengan rápido!!
Un estruendo de pasos resonó desde el fondo del pasillo. Miguel fue el primero en aparecer, seguido de cerca por Alberto. Ambos llegaron corriendo, alertados por el grito desesperado que rompía el silencio solemne de la mansión. Pero nada los preparó para lo que verían.
Allí, al pie de la escalera, yacía el cuerpo de la señora Sinisterra. Su madre. Su esposa. Su figura elegante e imponente ahora hecha un ovillo inerte sobre el mármol frío. Su rostro pálido, los ojos entreabiertos como si no hubieran tenido tiempo de cerrarse del todo, y una pequeña línea de sangre que se deslizaba desde su nuca, manchando la base d