El silencio de la noche caía como una losa sobre la mansión. Leonardo había llegado solo a la sala tras la partida de Alanna. No podía moverse. No quería moverse. Sus ojos seguían fijos en la puerta por la que ella se había ido hacía ya varios minutos, pero que a él le parecían horas.
Apoyó los codos en las rodillas, se llevó las manos al rostro y dejó escapar un suspiro ahogado, mezcla de frustración, culpa y miedo. Miedo, sí. No era una emoción que soliera permitirse, pero esa noche lo envolvía como un espectro que no podía alejar.
Había construido su vida con un solo propósito: vengar la muerte de su padre. Destruir a los Sinisterra. Desde el día que encontró el diario escondido bajo la tabla secreta del viejo cuarto de Vicente, su vida había cambiado para siempre. El nombre de Alberto Sinisterra estaba ahí, grabado con tinta y rabia. Su padre lo había escrito tantas veces… con tanto dolor… con tanta impotencia.
Había leído cada página. Había llorado por dentro, maldiciendo no tene