Apenas Mía terminó de hablar, varios guardias se adelantaron y, sin darle tiempo a reaccionar, sujetaron a León y a Máximo para sacarlos a la fuerza.
Antes de que los arrastraran fuera, Benito dio una orden seca, sin titubeos:
—Llévenlos al avión. Y si no quieren regresar, que llamen a sus padres en Nueva York para que se encarguen de cuidarlos... Porque no les garantizo que la próxima vez que pisen Italia salgan enteros.
León, todavía sin creerlo, se debatía mientras gritaba:
—¿Mía, tú también piensas así? ¿De verdad crees que puedes olvidarnos tan fácil? ¡Diez años juntos y lo borras como si nada!
—Lo que él dijo es exactamente lo que pienso —respondió ella, firme, sin apartarle la mirada.
Las palabras le pesaron a León como un golpe. Bajó la cabeza, vencido.
Máximo, en cambio, sonrió con una chispa de locura en la mirada:
—No voy a rendirme, Mía. En esta vida... solo puedes ser mía.
Benito, visiblemente harto, hizo un gesto y ordenó que les cubrieran la boca y se los llevaran. Luego