Justo cuando estaban a punto de firmar, dos voces rompieron el murmullo del salón:
—¡Mía! ¡No!
Ella se detuvo un instante, sin girar la cabeza. En lugar de eso, firmó con rapidez, casi sin pensarlo.
Cuando levantó la vista, sus ojos se cruzaron con los de Benito, que acababa de firmar también. Se miraron en silencio, como si las palabras sobraran, hasta que, finalmente, Mía apartó la mirada.
En ese momento, León, incapaz de contenerse, lanzó un puñetazo a uno de los guardias de la entrada.
—¡Les dije que se apartaran! ¿No me escucharon? —rugió.
Entre el forcejeo, Mía hizo un gesto para que los dejaran pasar, pero les indicó que se detuvieran a unos pasos de distancia.
León intentó avanzar, pero Máximo lo detuvo, hablando con firmeza:
—Mía, vuelve con nosotros a Nueva York. Pase lo que pase, estaremos contigo.
—Sí, Mía —añadió León, con desesperación—, si vienes, te prometemos lo que quieras.
Ella levantó la mano, mostrando un broche de diamantes y los documentos recién firmados.
—Lo si