Armyn no dijo nada. El silencio se le clavó en la garganta como un colmillo helado. Tenía tantas palabras atrapadas dentro, tantas verdades que le quemaban el alma… pero ninguna podía salir.
No podía confesar que su hijo también era hijo de Riven.
No podía. No debía.
“Si lo digo… ¿Y si me lo quita? ¿Y si la Manada Luna Negra reclama lo que considera suyo? No quiero una guerra por mi cachorro. No permitiré que nadie lo toque.”
El miedo, disfrazado de determinación, le endureció el rostro. Tomó aire profundamente para calmar el temblor de su lobo interior.
La sacerdotisa, cubierta con túnicas plateadas que brillaban bajo la luz lunar filtrada por el templo, le entregó a Riven una rosa luminosa, como si estuviera hecha de pura luna líquida.
—Haga un té con esta flor —dijo—. Es para la anciana Luna Phoebe. La curará, pero también la protegerá.
Luego su mirada, antes serena, se tornó grave.
—Mi Alfa… tenga cuidado. La vida de Luna, Phoebe está en peligro. Hay algo oscuro moviéndose entre la