Armyn no dudó ni un segundo cuando tomó la decisión. Dejó a su propio beta al mando, rodeado por un ejército completo, con órdenes claras y una amenaza que no admitía interpretaciones.
—Deben cuidarlos —dijo con la voz baja, pero cargada de una furia contenida que helaba la sangre—. Si algo les pasa… juro que los mataré a todos.
No era una advertencia vacía. Era una promesa.
El beta la miró a los ojos, consciente del peso de esas palabras, y asintió con solemnidad. Sabía que Armyn no hablaba desde la exageración, sino desde el instinto más primitivo: el de una madre dispuesta a destruir el mundo entero si algo tocaba a sus hijos.
Sin mirar atrás, Armyn se dio la vuelta. Riven ya la esperaba. El aire estaba cargado de presagio, como si la tierra misma supiera que algo irreversible estaba por ocurrir.
Caminaron unos pasos en silencio, hasta que él tomó su mano antes de transformarse. El gesto fue simple, pero profundamente humano, un intento desesperado por anclarla a la razón.
—Armyn…