Capítulo: Apareamiento

Armyn recibió una bofetada de su suegra. Luna Phoebe la odiaba desde siempre, pero ese día la furia se desbordó.

—¡Armyn! ¿Quién eres tú para hablarle al Alfa de esa manera? ¡Arrodíllate y pide disculpas! —rugió la Luna madre, con un veneno en la voz que helaba la sangre.

Armyn no se doblegó. Su orgullo era más fuerte que el dolor en la mejilla.

Entonces, Phoebe llamó a los guardias.

—¡¡Arrodíllenla!!

Los hombres la obligaron a caer de rodillas, sus huesos golpearon el suelo con violencia.

Ella gritó, un alarido de dolor y humillación.

—¡Basta! —gruñó el Alfa, con autoridad—. Armyn, vete a tu habitación. Hablaremos más tarde.

Ella lo miró con rabia contenida, pero obedeció.

—¡Hijo! —insistió Luna, Phoebe, llena de veneno—. Debes rechazarla. Tu prioridad es tu nuevo cachorro, la pobre Tena. Ellos te necesitan… no esa omega débil.

Las palabras calaron en Armyn.

Tristeza. Dolor. Un nudo en la garganta. Su corazón estaba roto, apenas sostenido por ese lazo invisible que sentía apenas palpitar.

«Debo irme… Ya no puedo más. No pertenezco a este mundo, y si no pertenezco a ninguno, no importa. Solo quiero desaparecer».

Reunió un poco de oro, escondido durante meses, y tomó un collar con una piedra oscura que siempre había sido su tesoro más raro. Se lo colgó al cuello.

Iba a escapar por la ventana cuando la puerta se abrió de golpe.

Era él. Alfa Riven.

—¡¿Acaso intentas huir de mí?! —su voz tronó como un relámpago.

Armyn se estremeció.

Sintió sus manos fuertes sujetándola, impidiéndole avanzar.

Él vio la bolsa con ropa y las monedas de oro. Sus ojos se oscurecieron, tornándose severos, letales.

—¿De verdad vas a abandonarme?

El pensamiento lo desgarró. Era un rugido en su interior.

Toda su vida lo habían enseñado a odiarla. Su madre lo convenció de que Armyn era la raíz de las desgracias, la sombra que arruinó su destino.

Pero su lobo no la odiaba. Ante todos era indomable, feroz; pero frente a ella se volvía frágil, celoso, necesitado. Como si ella fuera un vínculo inevitable. Y lo era. Lo sabía. Aunque intentara negarlo.

La Diosa de la Luna lo había condenado: Armyn era su mate. Por eso huyó a la guerra, por miedo. Porque quedarse con ella significaba perder el control.

—¿A dónde irás? —dijo, atrapándola en sus brazos con brutalidad—. ¿Olvidas quién eres? ¡Eres una simple omega débil, sin lobo, sin familia!

Sus palabras la atravesaron como cuchillas, pero ella no bajó la cabeza.

—Y si soy tan débil… ¿Por qué me quieres aquí, Alfa?

Eso lo enfureció. La pegó más a su cuerpo, con los ojos encendidos.

—¡Por tu culpa mi padre murió joven! ¡Eres la causa de mis desgracias! ¡Te haré pagar por mi dolor!

Ella forcejeó.

—¡Te rechazo, Alfa! No puedes obligarme. ¡Me iré! Escaparé de ti y de todos. ¡Te odio, Riven!

Aquello lo enloqueció.

Jamás esperó escuchar esas palabras. Se lanzó a ella, devorando sus labios en un beso cargado de fuego y rabia. Ella trató de apartarse, pero su fuerza era un muro.

Fue su primer beso: salvaje, abrasador, arrebatado.

Jamás lo había imaginado así, salvo en sus sueños más prohibidos. Sus manos recorrieron su cuello y, sin dudar, arrancó las amarras de su vestido, dejándolo caer al suelo.

—¡Alfa, no! ¿Qué haces?

—¡Eres mi Luna! No escaparás de mí. Sé lo que deseas, y ahora lo tendrás.

Armyn tembló, confundida. Sus palabras eran firmes, y lo que activaban en ella la asustaba.

Riven volvió a besarla con más hambre, más rabia, más urgencia. Su lengua la acariciaba, su aliento la quemaba.

—Dime que no te irás —exigió, con los ojos brillando—. ¡Dímelo!

Ella se estremeció.

—No lo diré…

El Alfa gruñó, como si esas palabras despertaran a su lobo.

El miedo de perderla lo encendía con un instinto voraz: domarla, poseerla, marcarla. No era simple deseo, era una necesidad salvaje.

Riven estaba desgarrado: odiarla o amarla.

Deseo y rencor luchaban en su pecho. Sabía que, si se apareaban, ya no podría odiarla jamás.

Y eso significaba renunciar a la venganza por su padre.

Ónix, su lobo, emergió con un rugido interior, arrebatándole el control. La besó de nuevo, con más hambre, con una fuerza implacable.

«Así se siente besar a mi compañera… dulce y ardiente», murmuró su bestia interior.

Ella intentó resistirse, pero él no se detuvo.

La desnudó con manos temblorosas de rabia y deseo. Piel contra piel, la contempló, devorándola con la mirada.

Sus labios bajaron a sus pechos, primero con caricias, luego con la lengua, hasta arrancarle jadeos.

Su mano descendió por sus muslos, encendiendo cada fibra de su cuerpo.

Ella gimió, perdida en el placer, atrapada.

En un instante, él se despojó de todo y la tomó con posesión.

Besó cada centímetro de su piel, con fuego, con furia, hasta abrirle las piernas y hundirse en ella.

Armyn lanzó un quejido, pero su cuerpo lo recibió húmedo, estremecido, atrapado entre dolor y éxtasis.

Él embistió con fuerza salvaje, perdiéndose en sus gemidos, en su respiración quebrada. Y entonces, los colmillos se asomaron. Su boca buscó el cuello de ella y lo marcó con un mordisco ardiente.

—¡Mía! —susurró, mientras ella gemía en éxtasis.

Se anudó en ella, derramándose con brutalidad.

Armyn lo sintió dentro, más suyo que nunca. Algo rugió en su interior, una voz que no conocía.

¿Acaso era su loba reconociendo a su mate?

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