173.

Estefanía me tomó por los brazos y me jaló.

—Tenemos que irnos —pude ver que decía con sus manos.

Pero sinceramente no podía entenderla bien. Mis ojos, llenos de lágrimas, mis pasos que se hacían cada vez más pesados, como si me fallaran las fuerzas, como si de verdad no pudiera caminar... La muchacha prácticamente tuvo que arrastrarme por la ladera fangosa de la montaña.

Romper la tormenta eterna, así como lo había hecho al sur del valle, había generado una cortina de césped que se extendía por kilómetros. El sol caliente, reflejado en el cielo brillante y azul, comenzaba a evaporar el agua que había quedado en las pequeñas hebras de pasto. Pero el hielo que se había derretido había causado enormes olas que habían arrasado montaña abajo, y el suelo era resbaloso. Rodé varias veces, caí arrodillada, y Estefanía tuvo que levantarme para que siguiéramos avanzando.

Me limpió las lágrimas con las palmas de las manos y luego me dijo:

—Tenemos que irnos rápido, antes de que Mordor envíe a s
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