Amadeo cargó a Abril, sin importar ninguna mirada.
La llevó con urgencia a una sala apartada, lejos del bullicio, lejos de las miradas que no comprendían.
Su cuerpo aún temblaba, empapado, frágil, como si el frío del agua hubiese quedado atrapado en su piel y en sus huesos.
La recostó con delicadeza sobre un sofá antiguo, cubriéndola con una manta, y luego se arrodilló frente a ella, con el corazón agitado.
Abril abrió los ojos con lentitud.
Tardó un momento en enfocarlo, en reconocer el rostro que la observaba con angustia.
Al principio, su mirada parecía perdida en otro tiempo, en otro lugar… pero de pronto se tensó.
Enderezó su postura con una dignidad herida, intentando recuperar el control de su cuerpo y de su alma.
—¿Qué me pasó? —preguntó con voz apenas audible, como si la garganta aún estuviera cerrada por el agua o por la emoción.
—Caíste al agua… —respondió él con voz grave, pero tierna. No supo cómo seguir, cómo decirle lo que ella aún no parecía recordar.
Ella bajó la mirad