—¡No! —la voz de Abril se quebró como un cristal al chocar con el suelo—. ¡No puede ser, no! Él no… ¡Amadeo no puede estar muerto! Él no… él no pudo abandonarme.
Sus manos temblaban y su pecho se agitaba con cada respiración, como si el aire fuera un enemigo que la asfixiaba.
Un sollozo seco le desgarró la garganta y después vinieron más, imparables, como un torrente que se había contenido demasiado tiempo.
Dhalia, con los ojos llenos de lágrimas, no dudó ni un segundo.
Se lanzó hacia ella, envolviéndola en un abrazo fuerte, intentando contenerla, como si sus brazos pudieran devolverle la paz que acababa de perder.
Ricardo, en cambio, se movía de un lado a otro, con el rostro pálido y los ojos abiertos de par en par, como un animal atrapado.
Sus pensamientos iban a mil por hora, intentando encontrar una grieta en aquella realidad para colarse por ella y desmentirla.
—¡Esto debe ser un error! —dijo Dhalia, con la voz tensa, como quien se aferra a la última esperanza—. Quizás ellos están