Una semana después.
Los nervios estaban a flor de piel.
Todo estaba listo para la boda de Abril y Amadeo, que sería al día siguiente. Las flores ya habían llegado, el vestido colgaba en su funda blanca como un sueño en pausa, y el salón estaba decorado con luces que parecían estrellas atrapadas en la tierra.
Pero esa noche no era la ceremonia.
Era la fiesta de solteros.
Y al mismo tiempo, a escasos kilómetros de ahí, Gregorio Villalpando contraía matrimonio con Jessica, la mujer que Abril jamás pensó qué sería capaz de ocupar su lugar.
La ironía de la vida dolía como un clavo en el pecho.
En medio del bullicio y la música, Ernestina bebía lentamente una copa de vino tinto. Sus ojos seguían cada movimiento de Abril con una mezcla enfermiza de envidia y rencor. Apretaba los dientes cada vez que la veía sonreír, cada vez que Amadeo se acercaba a besar su frente o acariciar su vientre aún plano.
Ese hijo que llevaría su apellido, ese amor que jamás pudo conseguir.
Entonces, Ernestina tomó