Amadeo colgó la llamada con los dedos temblorosos. No dijo una sola palabra. El teléfono cayó con suavidad sobre la cama, pero su corazón latía como si acabara de recibir un disparo. Su mirada quedó fija en un punto invisible, y su rostro palideció tanto que parecía haber sido vaciado de toda emoción.
Abril, que lo observaba desde el otro lado de la habitación, se acercó de inmediato, alarmada.
—¿Qué pasa, amor? —preguntó, tocándole el rostro—. Estás blanco como un fantasma.
Él tardó unos segundos en reaccionar. Parpadeó lentamente, como si despertara de una pesadilla.
—Mi padre… Amancio… —tragó saliva con dificultad—. Está muy enfermo.
Abril no dudó. Lo envolvió en un abrazo cálido y protector, como si su cuerpo pudiera ser escudo contra el dolor que se avecinaba.
—Va a recuperarse, amor —le susurró con firmeza—. Tranquilo, todavía no hay nada perdido.
Amadeo apoyó el rostro en su hombro. No solía mostrarse vulnerable, pero esa noticia le había perforado el alma. Asintió, sin palabras