Al llegar al departamento donde se estaba quedando, Mia apenas tuvo fuerzas para sostenerse en pie.
Su cuerpo estaba agotado, sus manos temblaban y la adrenalina que la había mantenido corriendo hasta ese momento comenzaba a desvanecerse, dejando en su lugar un cansancio abrumador.
El hombre que la acompañaba abrió la puerta con prisa, la tomó suavemente del brazo y la ayudó a entrar.
—¿Cuál es tu nombre? —preguntó ella, aun con la respiración agitada.
—Mario… Mario Villalpando —respondió con serenidad, mirándola fijamente a los ojos—. Soy tu agente de arte.
Extendió la mano, casi con torpeza, y él la tomó con firmeza.
—Gracias… gracias por ayudarme —dijo con un hilo de voz.
Mario esbozó una sonrisa ligera, aunque en sus ojos se reflejaba la preocupación.
—Pareces venir del mismo infierno, Mia. Déjame ayudarte.
Ella asintió sin fuerzas para resistirse.
Mario caminó hasta un pequeño armario y sacó un botiquín.
Lo colocó sobre la mesa y comenzó a curar las tenues heridas que ella tenía