Aníbal llegó al consultorio del doctor con el corazón, latiéndole como un tambor dentro del pecho.
El pasillo parecía más largo que nunca, cada paso era pesado, como si el piso quisiera hundirlo. El doctor, con rostro serio, le extendió el sobre cerrado que contenía la verdad que había temido y esperado al mismo tiempo: la prueba de ADN.
Aníbal lo tomó con manos temblorosas. Podía sentir cómo el papel ardía en sus dedos, como si quemara, como si llevara en su interior un secreto demasiado doloroso para sostenerlo.
Su respiración era agitada; intentó abrirlo ahí mismo, frente al médico, pero un nudo le cerró la garganta. No pudo.
Necesitaba estar solo. Sin mirarlo demasiado, agradeció con un hilo de voz y salió del consultorio con el sobre apretado contra su pecho.
El trayecto hacia su auto fue eterno.
Cada paso lo hacía sentir como si estuviera caminando hacia su propio juicio final.
Una vez sentado al volante, cerró los ojos, se obligó a inspirar profundamente y, por fin, con un movi