Al día siguiente, el aire estaba cargado de tensión desde temprano.
A pesar de su convalecencia, de los mareos que todavía la hacían tambalear, Rosalina se obligó a levantarse de la cama.
Su cuerpo clamaba descanso, pero su mente estaba dominada por la ira y el deseo de venganza.
Cada músculo le dolía, cada respiración le parecía un recordatorio de lo vulnerable que estaba, pero nada de eso podía detenerla.
Quería humillar a Mia, destruirla públicamente, y nada, ni siquiera su propio cansancio, la haría retroceder.
Lo que Rosalina no comprendía era por qué Aníbal ya no la había acompañado.
Durante días él había estado a su lado, preocupado por su salud, sosteniéndola con ternura en cada momento de debilidad.
Pero ahora, al parecer, la distancia se había instalado entre ellos.
Lo llamó insistentemente, su voz temblorosa y suplicante resonando en su teléfono, pero Aníbal no respondió.
Cada tono que cortaba en silencio era como un puñal más en su pecho, y la incertidumbre le hizo hervir