Al día siguiente.
El ambiente estaba cargado. Abril sabía que algo iba a estallar, pero guardaba su compostura como una reina en territorio enemigo.
Greg, con el rostro endurecido y los labios apretados, la obligó a subir al auto sin decir una palabra.
El trayecto fue un silencio incómodo, tenso, como si ambos supieran que, al cruzar esa puerta, las reglas del juego cambiarían.
Cuando llegaron a la casa de los abuelos, la abuela abrió la puerta antes de que tocaran. Su rostro se iluminó como si el sol se colara por las ventanas solo para verla.
—¡Mi niña! —exclamó la anciana con lágrimas en los ojos—. Estoy tan orgullosa de ti… ¡Pronto serás madre!
La abrazó con una fuerza que solo se tiene cuando se ama de verdad.
Abril cerró los ojos, conteniendo las lágrimas. Ese abrazo era el único refugio verdadero que tenía.
Pero, en el fondo de su pecho, un nudo crecía. Un miedo inexplicable. Como si algo malo pudiera ocurrir en cualquier momento. Como si su corazón supiera que aún no estaba a