Esa noche, Gregorio y Abril llegaron juntos, a la mansión de los abuelos, aunque entre ellos el aire era denso, espeso, como si cada paso arrastrara un pedazo de pasado mal enterrado.
Apenas cruzaron el umbral, una figura los esperaba en la penumbra del vestíbulo. Era Sarahi.
Su sonrisa parecía tallada en hielo.
Abrió los brazos con fingida ternura y abrazó a su hijo con fuerza, pero sus ojos, cuando se posaron en Abril, ardieron con una hostilidad apenas disimulada.
Abril torció la boca, fastidiada. Ya no se molestaba en fingir.
—¡Felicidades, hijo! —exclamó Sarahi, efusiva—. Lo hiciste. Cerraste el negocio. Estoy tan orgullosa de ti.
Abril soltó una carcajada breve, seca, como si esas palabras fueran un mal chiste.
—¿En serio crees que tu hijito logró algo por sí solo? —preguntó, mirándola directo a los ojos—. Vamos, Sarahi… no seas ingenua.
La tensión se palpó como electricidad en el aire. Sarahi abrió la boca, lista para atacar, pero Gregorio le lanzó una mirada que la congeló.
—N