Al día siguiente, Amadeo despertó antes que Abril. El sol apenas despuntaba tras los muros de la mansión, y el silencio en su alcoba era tan denso que parecía presagiar la tormenta que se avecinaba.
Sin prisas, se incorporó y se vistió con elegancia, cada gesto medido, como si supiera, ya que aquel amanecer marcaría un antes y un después.
Bajó a la cocina privada, donde el aroma intenso del café recién colado comenzaba a desvanecer el frío de la madrugada. Con manos expertas, preparó el desayuno de Abril: una fuente de chocolate fundido en la que chapoteaban uvas negras, moras silvestres y fresas rojas, perfumadas con unas hojitas de menta.
Mientras colocaba cada pieza de fruta con delicadeza, su expresión permanecía dura, impenetrable.
De pronto, el teléfono sonó con un timbrazo cortante que rompió la calma. La pantalla mostró un nombre que hizo que su espalda se tensara: su padre.
Amadeo apretó los dientes antes de descolgar.
—¿Y bien? —soltó, su voz fría como el mármol.
Al otro lado