—Mañana firmemos el contrato en sus oficinas —dijo Amadeo con una voz firme, serena, como si no acabara de mirar a la mujer que lo tenía perturbado desde hacía días.
Gregorio asintió, pero sus ojos, inquietos, no pudieron evitar seguir la dirección de la mirada de Dubois.
Y entonces lo vio. Lo vio claro. No era una mirada de cortesía ni de simple interés comercial. No. Era deseo. Admiración. Hambre contenida. Era como si el mundo se le hubiera detenido a ese hombre en el momento en que Abril apareció en escena.
Y Gregorio sintió cómo una punzada lo atravesaba por dentro.
No era la primera vez que alguien se fijaba en su esposa, pero esto… esto era diferente. Dubois no era un cualquiera.
Y él se sintió raro, celoso.
Era un hombre que estaba acostumbrado a tenerlo todo, a arrebatarlo todo.
Instintivamente, la rodeó con el brazo, posesivo.
—Lo esperamos, señor Dubois —dijo con una sonrisa forzada—. Y gracias por salvar a mi amada esposa. Ahora, si nos disculpa, nos retiramos.
Abril apena