Jessica conducía su auto con el corazón latiéndole con furia, los dedos apretando el volante hasta que los nudillos se le pusieron blancos.
El auto de Abril estaba unos metros delante de ella, y sus ojos, desquiciados por los celos, no se despegaban de él.
—¿A dónde vas, pequeña zorra? —murmuró con veneno, como si Abril pudiera oírla—. Lo sé… vas a ver a tu amante. ¡Lo sé! No vas a quitarme a Gregorio, ¡no ahora! He hecho demasiado para tenerlo. Él no volverá a ti. ¡No lo permitiré!
Pisó el acelerador con rabia, sintiendo cómo la adrenalina le ardía en las venas.
Mientras tanto, Abril llegó al lugar. Aparcó su coche cerca del muelle, bajó con una mezcla de ansiedad y resignación reflejada en su rostro.
Caminó hacia el borde del embarcadero, como si necesitara que el aire del mar limpiara el caos en su interior. Pero no tuvo tiempo para respirar.
Una voz la sorprendió. Se detuvo en seco, el miedo recorriéndole la espalda como un escalofrío.
—¿Otra vez tú? —murmuró, girando lentamente.